Diez
pequeños milagros laterales
Francisco
Gutiérrez Sanín
Uno
de los placeres más intensos de la vida ha de ser enfrentarse a una
genuina obra maestra en el campo principal de actividad que uno ha
escogido. Hay excepciones, claro (cuando John Lennon estaba
semirretirado decía que no oía radio, porque si la canción era
mala le daba rabia, y si era buena le daba envidia). Pero en general
creo que la regla se mantiene. Sin embargo, un goce más oblicuo, más
sutil por tanto, es pescar maravillas en campos en los que uno no
aspira a ningún saber especializado, o que cultiva solo como
usuario. Durante años he coleccionado éstos que para mí son
“milagros laterales”, y aquí ofrezco una muestra.
Uno.
El promedio literario de Stephen Jay Gould. Uno le perdona a los
escritores prolíficos –digamos Balzac– que produzcan mucha
basura. Si una de cada cinco cosas que segregan es buena, eso ya es
suficiente. Pero de lo mucho que he leído de Jay Gould, casi todo de
divulgación junto con una que otra pieza más seria, no he
encontrado nada siquiera mediocre.
Dos.
La partida 10 del match por el campeonato mundial de ajedrez entre
Capablanca y Lasker (1921). Hay miles de partidas de ajedrez que
producen placer estético auténtico (“El ajedrez, como la música,
como el amor, hace a los hombres felices”, decía el gran
Tarrasch). Pero ésta es una gema única. Capablanca va poniendo de
rodillas metódica y morosamente, sin gestos pero sin concesiones, a
su genial rival, hasta que lo paraliza. Es como un meticuloso
striptease de la Verdad, así con mayúsculas: se va despojando de
cualquier adorno, de cualquier impureza, de cualquier alarde, hasta
que queda lo que debería quedar, es decir, (casi) nada.
Tres.
El final de Casablanca. Si alguien quisiera escribir algún texto
realmente vibrante sobre la decadencia de los tiempos que corren,
tendría que comenzar constatando que Hollywood ya no es lo que solía
ser. En los cincuenta el final feliz no era una obligación. Ahora lo
es (de hecho, no hace mucho se atrevieron a hacer con esta regla un
grotesco remake de Psicosis).
Cuatro.
Un elogio a la inutilidad. El gran matemático inglés Godfrey H.
Hardy escribió Apología de un matemático, una autobiografía en la
que defiende la disciplina que amó precisamente por su perfecta y
absoluta inutilidad. Maravillosamente escrita, y referente doblemente
irónico (pues el área específica de Hardy terminó teniendo
aplicaciones amplias y cruciales) para aquellos que quieren cargar a
la ciencia con el peso muerto de la utilidad inmediata.
Cinco.
Los cuentos de políticos estúpidos. Esto ya está más cerca de las
cosas a las que me dedico. Pero mi sesgo profesional es no tomarlos
en serio. La mayoría deben de ser apócrifos. Igual, hay algunos
geniales. Mi preferido es uno atribuido a Menem (“sí, claro, sé
quién es Sócrates, he leído todas sus obras”).
Seis.
El clasicismo del tenis de Federer... Las ciencias sociales deberían
escribirse así, sin estridencias ni esfuerzo aparente, combinando el
máximo de simplicidad y de poder técnico.
Siete.
....y el tenis de niña consentida de Martina Hingis. Cerebral como
una partida de ajedrez, pero generado por una tipa que ni siquiera
quería ganar, sino burlarse de todo.
Ocho.
Celebraciones clásicas del mal en la pantalla grande... La naranja
mecánica, Flores de fuego y Odisea del espacio alcanzan
simultáneamente el máximo nivel de portentosa brutalidad que uno
pueda concebir...
Nueve.
... y en la chica... Como Los Soprano, esos mafiosos que encarnan tan
poderosamente la proverbial “banalidad del mal”.
Diez.
Las diez novelas de Sjöwall y Wahlöö, la pareja de marxistas
suecos que forjó quizás la mejor saga detectivesca que jamás haya
leído. En fin: un decálogo autocontenido y claustrofóbico, para
cerrar el que presento aquí, abierto y heterogéneo.
Aparte tomado de:
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