Collage
sobre los decálogos para escritores
Iniciamos
con el magnífico ensayo crítico de los decálogos para escritores
del colombiano Darío Jaramillo Agudelo, quien parece que se los leyó
todos y tiene sus propias ideas sobre el asunto de escarmentar por
cabeza y pluma ajena. Él leyó muchos de los decálogos que se citan
a menudo por Internet y nos ahorró el trabajo de volver a
citarlos, tomando de ellos lo más relevante. Al final citamos los
más ingeniosos, clásicos, reconocidos o polémicos.
(Capítulo
tomado de la revista El Malpensante)
Recopilador:
Darío Jaramillo Agudelo
Hay
decálogos para todo –protegerse de la gripa, darles buen trato a
los niños, tener una sonrisa perfecta–, pero sin duda los escritos
por novelistas y cuentistas ocupan un lugar destacado en el género.
¿Qué hay en ellos? ¿Qué aconsejan?
0.
¿Cómo llegué aquí?
En
diciembre de 2010 recibí una invitación de Azriel Bibliowicz para
leer la conferencia que inauguraba el período 2011 del postgrado en
escrituras creativas de la Universidad Nacional. Me llegó el fin del
año redactando ese texto que comienza así:
“¿Pero
yo qué les voy a decir? Un grupo de graduados universitarios, es
decir, de adultos responsables de decisiones como hacer una maestría
en la universidad más importante del país, inicia su aventura
escuchando a alguien que, maldita sea, algo nuevo, algo distinto,
algo profundo, habrá de decirles sobre la escritura. Al menos algún
consejo útil, un decálogo revelador”.
La
misma noche en que escribí esas palabras, de repente me vino a la
mente la pregunta que no me había espetado: “¿Existe algún
manual de consejos útiles, hay un decálogo revelador?”. Vagamente
recordaba algo de Quiroga, otra cosa en algún libro de Monterroso,
unos consejos de Chéjov para cuentistas... En fin, una primera lista
nebulosa, buena para nefelibatas, que era indispensable corroborar.
1.
Ochenta y nueve decálogos
Suelen
pasarme cosas como ésta: estoy muy juicioso, con un plan de trabajo
trazado, convencido de que no voy a abandonarlo hasta que termine, y
de repente, por culpa de una frase escrita sin pensarla demasiado
–“consejos útiles, decálogo revelador”–, durante algo más
de una semana me desvío hacia una indagación en bibliotecas reales
y virtuales acerca del tema. En una semana, reuní, no me creerán,
ochenta y nueve textos con carácter de consejos, prohibiciones,
órdenes, prescripciones, la mayoría de ellos en forma de decálogos.
Ochenta y nueve.
La
siguiente imagen merece párrafo aparte para poder interiorizar la
pesadilla que siguió: ¿qué haría yo con una lavadora o con una
estufa que trajera ochenta y nueve manuales distintos con
instrucciones de operación?
Duró
poco la pesadilla. Con rapidez me di cuenta de que ésa no es la
comparación adecuada. Se aproxima mucho más la analogía, por
ejemplo, con la culinaria. Platón dijo que ambas, la retórica y la
cocina, forman parte de la misma profesión. Nadie me cree, pero
Platón lo dijo, se los juro.
Así
como en pocos días pude reunir ochenta y nueve reglamentos para el
bien escribir, al buscar la referencia “sopa de cebolla” encontré
ciento cincuenta y cinco mil entradas en Google. En diez minutos pude
ver las tres primeras páginas de resultados y comparar las recetas.
Ninguna es igual a otra. Tienen la cebolla en común pero no
coinciden en la cantidad, unas tienen mantequilla y otras aceite de
oliva, casi todas incluyen ajo pero en cantidades variadas; alguna
habla de, comillas, un chorreoncito de brandy, cierro comillas, y
otra de solo una cucharada; existe la fórmula que incorpora queso
parmesano, pero otra prefiere el cheddar y no falta la que receta el
gruyer. En fin, hay las que incluyen un caldo y una que prescribe,
créanme, una pizca de azúcar. Y todas las enecientas recetas se
llaman “sopa de cebolla”.
Lo
que hay detrás de estas maneras sumarias de ordenar el mundo, en
este caso el oficio de escribir, es la misma mentalidad de quien
redacta recetas. Una cosa son las palabras y otra la sutileza del
buen cocinero. La sazón. Herederos de los manuales de instrucciones,
los decálogos y sus breves formas parecidas sustituyen las poéticas
que han sido ley a lo largo de la historia, como las páginas que
Platón dedica al asunto en La república, como la Poética de
Aristóteteles, la de Horacio (que ha heredado el nombre de
“poética”, pero que en realidad es una carta), la de Boileau
para la Francia neoclásica, o el prólogo de las Baladas líricas de
Wordsworth y Coleridge, para no referirme sino a algunas de las que
he repasado desde que quedé inmerso entre ochenta y nueve decálogos
para escribir.
2.
¿Son diez los mandamientos?
Bíblicos
y convencionales, la mayoría de los autores optaron por la técnica
de Moisés, de comprobada capacidad de memorización y de
conocimiento universal pero, a la vez, en términos prácticos –todo
hay que decirlo–, con tan poca influencia en el comportamiento de
sus destinatarios. Abundan los decálogos; los de Monterroso, Horacio
Quiroga, Javier Cercas, Vizinczey, Hemingway, Julio Ramón Ribeyro,
son solo ejemplos de un método del que encontré una mina en el
diario londinense The Guardian, que en enero de 2010 hizo una
encuesta entre casi treinta escritores actuales.
Existen
excepciones al número mágico. Borges enumeró dieciséis cosas que
se deben evitar en literatura, Vargas Llosa postula quince principios
para un novelista, Vonnegut enunció ocho reglas para escribir
ficción, García Márquez llegó a siete y George Orwell alcanzó a
dictar cinco. Pero el diez parece predominar: Eduardo Torres, el
personaje inventado por Augusto Monterroso en Lo demás es silencio,
enuncia doce mandatos pero “da la opción al escritor de descartar
dos de estos enunciados y quedarse con los restantes diez”. Y
Carlos Fuentes anuncia un “Decálogo para el joven escritor
latinoamericano” pero al noveno se le acaba el fuelle, y el último:
“10. Lo dejo a la imaginación, la palabra y la libertad del joven
escritor”. Entre los treinta de The Guardian, dos terceras partes
de los invitados escribieron su formulario para escritores como
decálogos. Jonathan Franzen y Helen Dunmore llegan hasta nueve, Neil
Gaiman hasta ocho, Joyce Carol Oates y Esther Freud formulan siete
mandatos, Annie Proulx y P. D. James, cinco, y Diana Athill, tres.
Entre los más lacónicos está Helen Simpson, quien escribió: “Lo
más parecido que he tenido a una norma es un post-it en la pared
delante de la mesa que dice ‘Faire et se taire’ (Flaubert), y me
traduzco como ‘Calla y sigue adelante’ ”. El otro fue un Philip
Pullman directo que contestó a la solicitud de The Guardian así:
“Mi norma principal es decir no a cosas como ésta, que me tientan
a alejarme de mi trabajo”.
A
pesar de que el prefijo de “decálogo” conduce al número diez,
el uso estableció que la Academia de la Lengua aceptara dos
acepciones: “1. Conjunto de los diez mandamientos de la ley de
Dios. 2. Conjunto de normas o consejos que, aunque no sean diez, son
básicos para el desarrollo de cualquier actividad”. Aunque no sean
diez.
3.
No solo para escritores
Conjeturo
que debe haber, pero no encontré, decálogos para escritores
anteriores al siglo XX. Comienzan a abundar en el siglo pasado. Y no
solo para escribir, los hay para todo: existe el decálogo para
protegerse de la gripa, de buen trato a los niños, del deportista,
de la alimentación sana, de la sonrisa perfecta. Hay decálogos del
abogado, del fotógrafo, del directivo. Existe el decálogo del
optimista y también, entre el millón trescientas mil entradas que
trae Google para “decálogo”, existe un decálogo del lector,
preparado por Antonio Muñoz Molina, y otro muy famoso de Daniel
Pennac, que incluye, entre otros, los derechos a saltarse páginas, a
releer, a no terminar libros, a leer en todas partes, a leer en voz
alta y a callarse.
Dado
que nuestro tema son los decálogos para escribir, es bueno que me
detenga por un instante en su correlativo, el decálogo del lector de
Pennac, para señalar solo una cosa, pero muy significativa: el de
Pennac es una excepción al principio general de que los decálogos,
comenzando por el de Moisés, son prohibitivos o al menos
prescriptivos –no matarás, no fornicarás, etc.–. Un ejemplo es
el código de diez puntos de la Cosa Nostra, hallado en 2007 en el
bolsillo de Salvatore Lo Piccolo, jefe de la mafia de Nueva York,
cuando fue detenido por la policía tras veinticinco años de estar
prófugo: entre otras cosas, prohibía robarles a otros miembros de
la organización, acostarse con las mujeres que tuvieran marido,
tener vínculos con la policía; también prohibía llevar vida
social y exigía, obligatoriamente, ser puntuales.
El
“no”, la orden, el mandato obligatorio, son, pues, las formas más
generalizadas del decálogo. Pero el decálogo del lector de Pennac
es reivindicativo y lo que hace es establecer los derechos del
lector. (Mi mala memoria de los tiempos de estudiante de leyes
todavía me recuerda que a cada derecho de un individuo corresponde
el deber de otro. Al derecho del lector concierne la obligación, en
buena parte –no toda, están también el editor y el diseñador–,
del autor.)
4.
Decálogos para escritores
Una
primera taxonomía de decálogos puede construirse yendo del género
a la especie. Los hay en gran cantidad de manera genérica para la
escritura, casi siempre titulados así, “Decálogo del escritor”.
Algunos pocos han optado por otros títulos; Orwell, por ejemplo, las
llama “Cinco reglas para un lenguaje eficaz”, Steinbeck opta por
“Trucos de un escritor” y los treinta de The Guardian adoptan el
mismo título descriptivo: “Rules for writers”.
Los
varios decálogos dedicados a la narración abarcan este ámbito en
general y, aunque algunos tienen cierta restricción –la narración
de suspenso en el caso de Brian Garfield, la ciencia ficción en el
caso de Isaac Asimov–, sus postulados se acomodan confortablemente
a cualquier tipo de narración, incluso la periodística.
Es
quizá el cuento el género que ocupa el renglón más amplio entre
los decálogos dedicados a la narrativa. El más famoso es el más
antiguo, el “Decálogo del perfecto cuentista” de Horacio
Quiroga, espejo en donde se han mirado otros decalogadores.
Excelente, y muy útil, es el de Julio Ramón Ribeyro, con
definiciones del cuento muy prácticas para quien quiera abordar la
narración breve. Ribeyro termina su normativa proponiéndole al
cuentista “inventar un nuevo decálogo”.
El
chileno Roberto Bolaño elaboró “Doce consejos para escribir
cuentos”. De su dodecálogo, los dos primeros preceptos tienen algo
de ironía y algo de broma: “1. Nunca abordes los cuentos de uno en
uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta
el día de su muerte. 2. Lo mejor es escribir los cuentos de tres en
tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente,
escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince”. Estos
preceptos me llevan a uno de Monterroso cuando hace expresar a
Eduardo Torres: “4. Lo que puedas decir con cien palabras, dilo con
cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término
medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras”.
Los
otros diez puntos de Bolaño, íntegramente, son consejos de lectura,
con especial dedicación a Poe: “9. La verdad es que con Edgar
Allan Poe todos tendríamos de sobra. 10. Piensen en el punto número
nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas”.
El
argentino Ricardo Piglia escribió un texto titulado “Los dos
hilos”, en donde desarrolla una tesis central –“un cuento
siempre cuenta dos historias”– que termina con esta iluminadora
consideración, útil para escribir cuentos y también para
analizarlos: “El cuento se construye para hacer aparecer
artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda
siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo
la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. ‘La visión
instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana
terra incognita, sino en el corazón mismo de lo inmediato’, decía
Rimbaud. Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del
cuento”.
Así
como muchos narradores ilustres escribieron normativas para su género
(Borges, García Márquez, Hemingway, Vargas Llosa, Onetti,
Monterroso, Vonnegut, Ribeyro, Piglia...), no he hallado hasta ahora
un decálogo escrito por un poeta que ocupe en el terreno de la
poesía el sitial que tienen los narradores mencionados. Los
decálogos para poetas que he descubierto se deben a desconocidos, o
a poetas no tan notables. El chiapaneco Efraín Bartolomé escribió
uno en tono cosmogónico, donde dice cosas como: “No ensuciarás el
río, ni talarás el bosque, ni quemarás el cielo con fuego
envenenado. Jamás escupirás sobre la frente de tu madre, la
Tierra”, y donde prohíbe ciertos trabajos a los poetas: “No
escribirás discursos para los poderosos, ni harás publicidad para
los dueños del mercado, ni te encadenarás al dogal académico”.
Como quien dice, no ser publicistas como lo fue Mutis, ni profesores
como José Emilio Pacheco. El colombiano Óscar Echeverri Mejía
prescribía algo tan sencillo y tan difícil como: “Pondrás magia
en tus poemas”, y otro poeta termina su reglamento diciendo:
“Puedes llamarte poeta si has decidido morir con un lápiz en la
mano y en tus labios una sonrisa”. Mejor pasemos a otra cosa.
5.
¿Cómo empiezan los decálogos?
Parece
que la primera norma, como en el Decálogo de Moisés, fuera la más
importante. No siempre es así o no siempre el lector percibe que ese
primer precepto sea tan abarcador como el bíblico: “Amarás al
Señor tu Dios sobre todas las cosas”.
A
propósito: no faltan los decálogos para escritores que proclaman
desde su primer mandamiento que la escritura es una religión. Esto
era de esperarse en un autor de materiales religiosos, como Derek
Wood: “1. Escribe en actitud de oración. Encomienda humildemente
al Señor lo que haces”. Pero también hay quienes proclaman que la
poesía, en particular, o la literatura, en general, son religiones.
La poetisa María Vásquez Benarroch dice: “1. Solo quien entra en
poesía como se entra en una religión, dispuesto a dedicar a esa
vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones
de llegar a ser verdaderamente un poeta y escribir una obra que lo
trascienda... Escribir poesía no es un juego, tiene un alto costo
espiritual, y es un templo donde la Diosa pide su tibia limosna día
a día, entonces... entra a ese templo con el debido y sagrado
respeto: no entregues basura al lector, exponte en carne viva en cada
línea. La recompensa será la eternidad”.
Al
parecer, en la religión de la señora Vásquez no existe la
prohibición del plagio, pues Mario Vargas Llosa comienza del mismo
modo –qué coincidencia– sus “Consejos a un joven novelista”:
“1. Solo quien entra en literatura como se entra en religión,
dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su
esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un
escritor y escribir una obra que lo trascienda”.
(El
hallazgo de un plagio me lleva a abrir un paréntesis para los
preceptos que sobre éste traen “Los diez mandamientos del
escritor” de Fernando Aínsa: “8. No llamarás palimpsesto
intertextual a la simple copia banal... 10. No eliminarás las
comillas de las citas ajenas”.)
Stephen
Vizinczey resalta una curiosa e inesperada seguidilla de nones en su
primera norma: “1. No beberás, ni fumarás, ni te drogarás. Para
ser escritor necesitas todo el cerebro que tienes”. Colm Tóibín
dice casi lo mismo, pero no en el primer mandamiento: “5. Nada de
alcohol, sexo o drogas mientras trabajas”. Igual, Richard Ford está
de acuerdo con Vizinczey, pero tampoco pone esta regla de primera:
“6. No bebas y escribas al mismo tiempo”.
Pero
Anne Enright está en desacuerdo, un desacuerdo que desarrolla en dos
de sus puntos: “7. Imagina que te estás muriendo. Si tuvieras una
enfermedad terminal, ¿terminarías este libro? ¿Por qué no? Lo que
perturba estas diez semanas de vida es lo que falla en el libro. Así
que cámbialo. Deja de discutir contigo mismo. Cámbialo. ¿Ves? Es
fácil. Y nadie tiene que morirse. 8.También puedes hacer todo eso
con whisky”. Un anónimo “Decálogo del perfecto impostor”
prescribe: “VII. No uses estupefacientes para acceder a nuevas
realidades. Un sueño, o los efectos de un beso, superan el delirium
tremens de cualquier sustancia”.
Augusto
Monterroso receta el alcohol como remedio para desatrancar las
tuberías de la imaginación: “2. Si no sabes adónde vas, detente,
mira el techo, cuenta hasta diez, bebe un whisky. Las historias
avanzan del final al principio. Si ya conoces el final, también
detente. Las historias no tienen prisa; no escribas como si ya te
hubieras leído o, peor aún, no escribas como si otros te leyeran”.
6.
Leer
Aunque
no sea como primer mandamiento, la lectura es una de las
recomendaciones más frecuentes de los decálogos. Unos decalogadores
recomiendan la lectura omnívora, otros concretan su recomendación a
ciertos autores.
Entre
los primeros están Hemingway: “6. Lee sin tregua”; Onetti: “VII.
No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron
despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios”, y A. L.
Kennedy: “7. Lee. Todo lo que puedas. Lo más profunda, amplia,
nutriente e irritantemente que puedas. Y las buenas cosas harán que
las recuerdes, así que no necesitas tomar notas”.
Entre
estas recomendaciones genéricas merece párrafo aparte, por lo
extensa, la de Vizinczey: “7. No dejarás pasar un solo día sin
releer algo grande. En mi adolescencia estudié para ser director de
orquesta, y de mi educación musical adopté una costumbre que
considero esencial para los escritores: el estudio constante y diario
de las obras maestras. La mayor parte de los músicos profesionales
de dicha categoría conocen de memoria centenares de partituras; la
mayor parte de los escritores, en cambio, solo tienen el más vago
recuerdo de los clásicos, lo cual explica que haya más músicos
expertos que escritores expertos. Un violinista que poseyera la
técnica de la mayor parte de los novelistas publicados no
encontraría nunca una orquesta en la que tocar. Lo cierto es que
solo absorbiendo las obras perfectas, los modos específicos
inventados por los grandes maestros para desarrollar una escena,
construir una frase, un párrafo, un capítulo, se puede aprender
todo lo que hay que aprender sobre la técnica. Nada de lo que ya se
ha hecho puede decirte cómo hacer algo nuevo, pero si comprendes las
técnicas de los maestros tienes más posibilidades de desarrollar
las propias. Para decirlo en términos de ajedrez: aún no ha
existido un gran maestro que no conociera de memoria las partidas de
campeonato de sus predecesores”.
Otros
recomiendan lecturas concretas. Monterroso: “9. Lee El Quijote.
Luego, relee El Quijote. Luego, escribe un cuento en el que nadie
conoce El Quijote”. Colm Tóibín recomienda: “7. Si tienes que
leer, anímate leyendo biografías de escritores que se volvieron
locos”. Horacio Quiroga: “cree en un maestro –Poe, Maupassant,
Kipling, Chéjov– como en Dios mismo”. P. D. James: “2. Lee
mucho y discriminando. La mala escritura es contagiosa”, que es lo
que intenta distinguir Roberto Bolaño: “4. Hay que leer a Quiroga,
hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que
leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que
tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a
Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo
alguno a Cela y a Umbral”.
Sin
embargo, en este popurrí de recetas, mandamientos y consejos, no
falta quien aconseje no leer. Éste es Will Self: “4. Deja de leer
ficción –es toda mentira, en cierto modo, y no tiene nada que
decirte que no sepas ya (asumiendo, claro, que hayas leído un montón
de ficción en el pasado; si no, no tiene sentido ser un escritor de
ficción)”. Cuando era adolescente, en Medellín, en los años
sesenta, había un poeta famoso (bueno, famoso no, más bien
conocido), que decía no leer poesía para evitar las influencias.
Así le fue. Era conocido y ahora no es reconocido.
7.
El escritor ante sí mismo
¿Cuáles
son las actitudes, los valores que el escritor debe acatar, respetar,
tener en cuenta?, ¿cuál la visión de sí mismo? Por ejemplo, sobre
eso que llaman la confianza en uno mismo... Horacio Quiroga comienza
muy serio: “IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo,
sino en el ardor con que lo deseas. Ama tu arte como a tu novia,
dándole todo tu corazón”. Fernando Aínsa piensa que el objeto
del amor debe ser otro, y su primer mandamiento es: “1. Te amarás
a ti mismo por sobre todas las cosas”. Pero el precepto no es tan
unánimemente aceptado y el asunto queda en tablas. Dice Monterroso:
“9. Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando
sientas duda, cree; cuando creas, duda”.
La
relación entre miedo y valentía no es tan inequívoca como parece.
Javier Cercas y A. L. Kennedy advierten contra el miedo. El primero
dice: “Quinto, resérvate el miedo que tengas (y ya sé que tienes
un miedo espantoso) para la vida, y destiérralo como sea en cuanto
te sientes a escribir, para que aparezca entero y verdadero en tus
libros, que son lo que de verdad eres. Recuerda que este oficio no es
para cobardes, pero recuerda también que el valiente no es el que no
tiene miedo, sino el que tiene miedo y se aguanta y luego embiste y
va a por todas”. A. L. Kennedy le da la vuelta a la fórmula de
Cercas así: “8. No tengas miedo. Esto es imposible, pero deja que
los pequeños temores guíen tu reescritura y deja al margen los
mayores hasta que se comporten –entonces, úsalos, quizá
escríbelos–. Si tienes demasiado temor, lo único que conseguirás
es el silencio”.
La
mínima valentía que piden los decálogos a los escritores es
afrontar un oficio en esencia solitario. Así lo advierte Will Self:
“8. La vida del escritor es un confinamiento solitario. Si no
puedes afrontarlo no necesitas aplicarte”. Carlos Fuentes se une a
ese precepto desde el primero de los suyos: “1. Los libros no se
escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto
solitario y a veces aterrador”. Para medir el grado de aislamiento
del oficio, oigamos el décimo punto de Will Self, donde pinta una
fiesta de Navidad de un escritor: “10. Considérate como una
empresa unipersonal. Aplícate a ejercicios de trabajo en equipo
(largos paseos). Da una fiesta de Navidad cada año en la que estés
en la esquina de tu sala de escribir, hablándote a voces mientras
bebes una botella de vino. Después mastúrbate bajo la mesa. Al día
siguiente tendrás una profunda y coherente sensación de bochorno”.
Anne
Enright dibuja en tres puntos la típica autobiografía de un
escritor. Se trata de prevenirlos acerca de un oficio, además de
solitario, gris. Su primer punto parece un testimonio personal,
además de una advertencia: “1. Los doce primeros años son los
peores”. La misma señora Enright continúa así esta especie de
autobiografía: “9. Diviértete”, y “10. Recuerda, sentarte en
tu mesa durante quince o veinte años, cada día, sin contar fines de
semana, te cambia. Simplemente te cambia. Quizá no mejore tu
carácter, pero arregla otras cosas. Te hace sentir más libre”.
A
juzgar por los decálogos, y no únicamente por ellos, el pecado
capital favorito de los escritores parece ser la vanidad, esa mezcla
de soberbia y envidia, de pereza y avaricia –que de las cuatro
tiene–. Así se explica la abundancia de admoniciones contra ella.
Señala Carmen Jodra: “1. El escritor es una persona normal que
permanece consciente de sus vivencias de persona normal”, y por eso
las advertencias que vienen en tres decálogos. Luis Leante: “3.
Medicarse contra el ego”, Zadie Smith: “9. No confundas los
honores con los logros” y Javier Galarza: “4. Escribirás a
escondidas de ti mismo”. Respecto a la vanidad, lo más agudo y lo
más útil fue hallado por Anne Enright: “3. Solo los malos
escritores piensan que su trabajo es realmente bueno”.
Hay
quienes le prenden una vela a Dios y otra al Diablo. Vizinczey dice
en su cuarto precepto: “No serás vanidoso”, y en el quinto: “No
serás modesto”. Al final, un hilarante Borges termina así sus
famosos dieciséis consejos: “16. Evitar la vanidad, la modestia,
la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio”.
Un
mandamiento frecuente es no sufrir con el oficio. Vizinczey dice: “9.
Escribirás para tu propio placer”. Jeanette Winterson repite: “10.
¡Disfruta de este trabajo!”. A. L. Kennedy lo plantea así: “5.
Defiéndete a ti mismo. Averigua qué te mantiene feliz, motivado y
creativo”. El novelista argentino Marcelo Birmajer dice lo mismo
pero al revés: “1. No declame que escribir lo hace sufrir. En tal
caso, abandone la escritura”.
¿Cuánto
involucrar de sí mismo? La sinceridad es un valor moral que Vargas
Llosa convierte en otra cosa: “10. La sinceridad o insinceridad no
es, en literatura, un asunto ético sino estético”. De todos modos
Hemingway la exige de este modo tajante: “9. Sigue siempre el
impulso de tu corazón”. Atender al corazón preocupa también a
Joyce Carol Oates: “7. Mantén tu corazón encendido y esperanzado.
Pero espera lo peor”.
No
obstante, la sinceridad no siempre es recomendada. Onetti recetaba lo
contrario: “Mientan siempre”. Aquí, justo aquí, puedo mostrar
las dificultades que tendría alguien si desea seguir todos los
decálogos. Después de que un tipo como Onetti te dice que mientas,
viene Chéjov y determina: “Nunca se debe mentir. El arte tiene
esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el
amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e
incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir”.
Existen
otros mandamientos sueltos acerca de la relación que el escritor
debe mantener consigo mismo. Javier Cercas: “Séptimo, cultiva tus
obsesiones, tus vicios, tu locura y, con moderación, tu cordura;
cultiva tus perplejidades, tus pasiones (las altas y las bajas, sobre
todo las bajas), tu gusto intransferible (el bueno y el malo, sobre
todo el malo), y no olvides reírte con alegre fiereza de ti mismo”.
Vizinczey: “2. No tendrás costumbres caras. Un escritor nace del
talento y del tiempo... Tiempo para observar, estudiar, pensar. Por
consiguiente, no puede permitirse el lujo de desperdiciar una sola
hora ganando dinero para cosas no esenciales. A menos que tenga la
suerte de haber nacido rico, es mejor que se prepare para vivir sin
demasiados bienes terrenales”.
Un
anónimo decálogo para escritores consigna: “2. Tus influencias
serán siempre: tú mismo, tú mismo y tú mismo. (No seas un buena
gente, no trates de quedar bien con todos, no escribas por encargo o
por moda)”, lo que no excluye la sabia recomendación de Jeanette
Winterson, válida para escritores y no escritores: “6. No hagas
caso de nadie que no respetes”. Tal vez aquí es bueno terminar con
la oración de Chéjov: “Dios mío, no permitas que juzgue o hable
de lo que no conozco y no comprendo”.
8.
La carpintería
¿Dónde
escribir? Parecería que no hay muchas prescripciones sobre el lugar.
Tan solo un inglés, Geoff Dyer, expresa una prohibición: “2. No
escribas en lugares públicos. A principios de los noventa fui a
vivir a París. Los típicos motivos literarios: por entonces, si te
pillaban escribiendo en un pub en Inglaterra, podían patearte la
cabeza, mientras que en París, dans les cafés... Desde entonces he
desarrollado una aversión a escribir en público. Ahora pienso que
debería hacerse únicamente en privado, como cualquier otra
actividad escatológica”.
Respecto
al “cuándo” son diversas las opiniones. El mismo Dyer aconseja
sobre la frecuencia: “9. Hazlo cada día. Ten la costumbre de
convertir tus observaciones en palabras y de forma gradual se
convertirá en instinto. Ésta es la regla más importante de todas
y, naturalmente, no la sigo”. Zadie Smith advierte –y es bueno
acatarla–: “Protege el tiempo y el espacio en que escribes.
Mantén a todos alejados de ellos, incluso a las personas que son más
importantes para ti”. La siempre sensata Nancy Kress dice: “1.
Escribe regularmente. Si no tienes mucho tiempo, escribe al menos
cinco minutos por día”. Andrew Motion deja la decisión a la
comodidad del escritor: “1. Decide qué momento del día (o de la
noche) te va mejor para escribir, y organiza tu vida de acuerdo con
eso”.
La
disciplina es la clave o, en su defecto, el control de la
indisciplina, según un breve texto de Italo Calvino titulado “Cómo
escribo”: “Me gustaría trabajar todos los días. Pero a la
mañana invento todo tipo de excusas para no trabajar: tengo que
salir, ir al mercado, comprar los periódicos. Por lo general, me las
arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de
tarde. Soy un escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me
he convertido en un escritor vespertino. Podría escribir de noche,
pero cuando lo hago no duermo. Así que trato de evitarlo”.
Para
Geoff Dyer la única manera de ponerse a trabajar es tener que
escoger entre dos ideas, dos proyectos. Si no es así, prefiere la
vagancia: “7. Ten más de una idea en marcha al mismo tiempo. Si
hay elección entre escribir un libro y no hacer nada siempre
escogeré lo último. Solo si tengo ideas para dos libros escogeré
una en lugar de la otra. Siempre he de sentir que estoy escaqueándome
de algo”. Italo Calvino coincide con Dyer: “Siempre tengo una
cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor de veinte libros
que me gustaría escribir, pero después llega el momento de decidir
que voy a escribir ese libro. Cuando escribo un libro que es pura
invención, siento un anhelo de escribir de un modo que trate
directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese
momento, el libro que me gustaría escribir no es el que estoy
escribiendo. Por otra parte, cuando estoy escribiendo algo muy
autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida cotidiana,
mi deseo va en dirección opuesta. El libro se convierte en uno de
invención, sin relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa
misma razón, más sincero”.
9.
En cuanto a las herramientas
Es
bueno tener un diccionario. Así lo aconsejan Gonzalo M. Vivaldi y
Roddy Doyle, pero este último no lo quiere tan cerca: “6. Ten un
tesauro, pero en el cobertizo trasero del jardín o detrás del
frigorífico, en algún lugar que requiera movimiento o
esfuerzos...”.
Margaret
Atwood escribe en todas partes, hasta en los aviones, por lo que
necesita papel y lápiz. A ellos dedica tres puntos de su decálogo:
“1. Llevo un lápiz para escribir en los aviones. Las plumas
gotean. Sin embargo, si la mina se rompe no es posible afilarlo
porque no se puede llevar un cuchillo a bordo. Así que llevo dos
lápices. 2. Si al segundo lápiz se le rompe la mina siempre puedes
recurrir a una lima de uñas de metal o de cristal. 3. Lleva algo
para escribir. El papel es bueno. En un apuro, pedazos de madera o tu
propio brazo son útiles”.
En
dos decálogos hallé una prohibición para quienes escriben en
computador. Zadie Smith: “7. Trabaja en un computador sin conexión
a internet”. Jonathan Franzen lo dice así: “8. Es dudoso que
cualquiera con conexión a internet en su lugar de trabajo sea un
buen escritor de ficción”. Roddy Doyle no es tan prohibitivo pero
sí dedica un mandamiento a reglas restrictivas para quienes usan
computador: “5. Restringe internet a unas pocas webs al día. No te
acerques a las apuestas online, a menos que sea por investigación”.
Geoff
Dyer da un consejo muy específico a los usuarios de programas de
escritura: “4. Si usas computador, afina y amplía constantemente
tu configuración de corrección automática. La única razón por la
que sigo fiel a mi computador de mierda es que he invertido mucho
ingenio en construir uno de los grandes archivos de autocorrección
de la historia literaria. Palabras perfectamente formadas y escritas
surgen de unas pocas pulsaciones: ‘Niet’ se convierte en
‘Nietzsche’, ‘phot’ se convierte en ‘photography’, y así.
¡Un genio!”.
10.
El atasco, el bloqueo, la seca
Los
autores de decálogos se contradicen respecto a qué hacer en caso de
bloqueo. Jeanette Winterson advierte: 2. Nunca pares cuando te
atasques. Quizá no puedas resolver el problema, pero déjalo aparte
y escribe otra cosa. No pares del todo”. En el otro extremo está
Helen Dunmore: “7. Un problema con un fragmento de escritura suele
resolverse por sí solo si te vas a dar un largo paseo”. Y más
cerca de la señora Dunmore que de la Winterson está Hilary Mantel:
“9. Hagas lo que hagas, no te atasques de morros ante el problema.
Pero no hables por teléfono o no te vayas a una fiesta; si te vas,
las palabras de los otros caerán donde tus palabras perdidas
deberían estar. Abre un hueco para ellas, crea un espacio. Sé
paciente”.
Y
Sarah Waters: “9. A mitad de la escritura de una novela, he
experimentado momentos de terror, al contemplar las tonterías en la
pantalla e imaginar las reseñas despectivas, el bochorno de los
amigos, la carrera fracasada, los ingresos menguantes, la casa
embargada, el divorcio... Trabajar con obstinación durante crisis
como éstas me ha llevado hasta el final. Dejar la mesa por un rato
puede ayudar. Hablar del problema me sirve para recordar lo que
estaba intentando antes de atascarme. Dar un largo paseo casi siempre
me hace pensar en mi manuscrito de un modo ligeramente distinto. Y si
todo esto falla, queda rezar. San Francisco de Sales, el santo patrón
de los escritores, me ha ayudado a menudo en una crisis. Si quieres
extender tu red con más amplitud, puedes intentarlo apelando a
Calíope, la musa de la poesía épica”.
En
materia de contradicciones entre decálogos, hay una que me parece
muy significativa del hecho central, y es que cada uno mata las
pulgas a su modo. Patafísica. David Hare proclama muy libertario:
“1. Escribe solo cuando tengas algo que decir”. Y Augusto
Monterroso aconseja lo contrario: 1. Cuando tengas algo que decir,
dilo; cuando no, también. Escribe siempre”.
11.
Principio tienen las cosas
El
tema tiene dos aspectos, el primero, relativo a la actitud para
comenzar, y el segundo en cuanto a cómo debe ser el principio del
texto.
En
lo que respecta a la actitud, hay un consejo un poco raro, y por raro
lo pongo, de Rose Tremain: “10. Nunca empieces el libro cuando
tengas ganas de empezarlo, espera un poco más”. Y hay una
recomendación de Michael Morpurgo muy obvia y que aun por obvia no
la omito: “6. En el momento en que me siento y me enfrento a la
página en blanco tengo muchas ganas de irme. Lo cuento como si
estuviera hablando con mi mejor amigo o uno de mis nietos”. Por
esas ganas de huir es muy pertinente lo que dice Horacio Quiroga: “V.
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde
vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi
la importancia de las tres últimas”. Y el mismo Morpurgo lo sabe:
“4. Es el tiempo de gestación lo que cuenta”.
Para
los amantes de los prólogos, prefacios, preámbulos, introitos,
proemios, introducciones y palabras liminares hay un estupendo y
sensato disuasivo debido a Hilary Mantel: “5. Sé consciente de que
cualquier cosa que aparezca antes de ‘Capítulo Uno’ puede ser
saltada. No pongas tu clave vital allí”.
En
todo este repaso de prescripciones sobre el principio del texto, la
más novedosa para mí proviene de las “Ocho reglas para escribir
ficción” de Kurt Vonnegut: “5. Empieza tan cerca del final como
te sea posible”, que debe ponerse al lado de ésta, de Gabriel
García Márquez: “2. El final de un reportaje hay que escribirlo
cuando vas por la mitad”.
Dije
“la más novedosa regla sobre el principio del texto”. Me
equivoqué; podrá ser nueva para mí, pero en realidad es más vieja
que el uso de caminar parado. Horacio elogia la Odisea porque
“siempre se apresura hacia el desenlace y arrastra al auditorio al
centro de los hechos como si le fueran conocidos...”. O, como decía
Vonnegut, y no sobra repetirlo, “empieza tan cerca del final como
te sea posible”.
12.
Tachar, suprimir, corregir, cortar
Todos
los consejos sobre esta materia fueron sintetizados, acortados,
expresados en uno solo, muy breve, que no tiene nada que le sobre.
Todo se lo debemos a George Orwell. La última de sus “Cinco reglas
para un lenguaje eficaz” dice: “Si es posible recortar una frase,
eliminar una palabra, siempre hay que hacerlo. Cualquier palabra que
no contribuya a dar el significado exacto en un paso más corto,
diluye su poder. Menos es siempre mejor”.
Cortar,
cortar. La recomendación la repite Diana Athill: “2. Corta (quizá
debiera decir CORTA): solo se logra que todas las palabras importen
cuando no queda ninguna que no sea esencial”. Y Esther Freud: “3.
La edición lo es todo. Corta hasta que no puedas cortar más. Lo que
queda florece a menudo a la vida”. Al respecto, el más contundente
es Luis Leante: “2. No tener miedo de tirar a la papelera uno o
varios años de trabajo”.
Javier
Cercas dedica una parrafada a la reescritura en el tercero de sus
mandamientos: “No olvides que escribir una frase consiste en
resolver un problema que la siguiente frase vuelve a plantear. Ni que
escribir un libro consiste en lo mismo. Desconfía de la facilidad.
No intentes ser inteligente ni sabio ni profundo ni gracioso ni
divertido (por Dios santo, no intentes ser gracioso ni divertido: que
lo sea el libro). Que el libro sea mucho mejor que tú, que no eres
más que un pobre hombre, como todo el mundo. Dedícate a otra cosa
en cuanto notes que escribes tratando de quedar bien. No olvides que
escribir consiste en reescribir, es decir: en averiguar qué es lo
que estaba dentro de ti sin que tú lo supieras”.
El
escritor es Sísifo. Nunca termina de corregir. La enfermedad es tan
universal que muchas editoriales, principalmente anglosajonas,
imponen en el contrato con sus autores una cláusula en la que, a
partir de cierto momento, se penalizan las correcciones que el
escritor quiera introducir en el texto. Rose Tremain lo dice así:
“No te conformes nunca con un primer borrador. De hecho, nunca te
conformes totalmente, hasta que no tengas la certeza de que es todo
lo bueno que tus limitados poderes han permitido”.
El
siempre divertido y siempre sabio Augusto Monterroso dice sobre las
correcciones: “3. Corrige mucho; luego agrega un defecto: una coma
rara, una mayúscula caprichosa, una palabra repetida. En nada hay
que trabajar tanto como en la apariencia de naturalidad”.
13.
Adjetivos y otros adornos
Siempre
cito a Huidobro: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. En
idéntica dirección aparece la misma observación en diferentes
decálogos. Horacio Quiroga lo dice así: “VII. No adjetives sin
necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un
sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un
color incomparable. Pero hay que hallarlo”.
Circula
en la red un texto titulado “Consejos para redactar bien”,
escrito por Gonzalo M. Vivaldi, en verdad unos consejos elementales y
sensatos. Con respecto al adjetivo dice: “Procure que el empleo de
los adjetivos sea exacto. Sobre todo no abuse de ellos: ‘Si un
sustantivo necesita de un adjetivo, no lo carguemos con dos’
(Azorín). Evite, pues, la duplicidad de adjetivos cuando sea
innecesaria”.
Idéntico
cuidado que con los adjetivos es necesario tener con los adornos,
como recomienda la séptima norma de Sarah Waters: “No escribas de
más. Evita las frases redundantes, los adjetivos que distraen, los
adverbios innecesarios. Los que empiezan, especialmente, parecen
creer que escribir ficción requiere un tipo especial de prosa
florida, completamente distinta de cualquier clase de lengua que uno
se pueda encontrar en la vida del día a día. Se trata de un
malentendido sobre cómo se producen los efectos de la ficción…”.
En el mismo sentido se pronuncia Javier Cercas: “Cuarto, huye como
de la peste de las frases bonitas, de las palabras bonitas, de
quienes escriben con mayúscula la palabra arte, la palabra artista,
la palabra obra, la palabra belleza, sobre todo la palabra belleza.
Huye de todo lo que suene remotamente a literatura; la literatura es
lo que nunca, ni siquiera remotamente, suena a literatura: suena solo
a verdad”.
Lo
mismo puede decirse de las imágenes retóricas, como lo advierte
Esther Freud: “1. Reduce las metáforas y los símiles. En mi
primer libro me prometí que no usaría ninguna y me descuidé en una
puesta de sol en el capítulo once. Todavía me sonrojo cuando me lo
encuentro”.
Sobre
los adverbios hay peleas muy específicas, como la que sostiene
Elmore Leonard: “4. Nunca uses un adverbio para modificar el verbo
‘decir’. ‘Amonestó severamente’, usar un adverbio de esta
manera (o casi de cualquiera) es un pecado mortal. El escritor se
expone a interrumpir el ritmo del intercambio. Un personaje cuenta en
uno de mis libros cómo solía escribir sus romances históricos
‘llenos de violaciones y adverbios’ ”.
Además
de esa batalla, Leonard es adalid de una cruzada a favor del verbo
“decir”: “3. Nunca uses otro verbo aparte de ‘dijo’ para
escribir los diálogos. La frase del diálogo pertenece al personaje;
el verbo es el escritor metiendo sus narices. Pero ‘dijo’ es
mucho menos invasivo que ‘refunfuñó’, ‘exclamó’,
‘advirtió’ y ‘mintió’. Una vez vi que Mary McCarthy
terminaba una frase de un diálogo con ‘aseveró ella’
[‘asseverate’, cultismo en inglés] y tuve que dejar de leer e ir
al diccionario”.
El
mismo Leonard previene sobre las exclamaciones: “5. Mantén tus
signos de exclamación bajo control. No debes permitirte más de dos
o tres por cada cien mil palabras. Si tienes un don para jugar con
las exclamaciones como lo hace Tom Wolfe, puedes usarlas a puñados”.
14.
Personajes y patologías
“Madame
Bovary soy yo”, decía Flaubert. Según esto, el escritor de
ficción es un individuo que padece una especie de esquizofrenia
benigna, que no requiere más tratamiento que la escritura misma, de
lo que resulta la homeopática conclusión de que la escritura es, a
la vez, la esquizofrenia y su cura.
Consonantes
con lo anterior son los enunciados de Nancy Kress: “9. Trata de
‘convertirte’ en tus personajes mientras los escribes”, y de
Brian Garfield: “7. Escoge al protagonista de acuerdo con tus
propias capacidades. Básicamente quiere decir que no pongas de
protagonista a un experto en informática si eres un negado en
informática. ¿Cómo vas a documentar eso? Lo fácil es poner a
alguien que sea un alter ego tuyo”.
También
conviene que la multiplicidad de personalidades que habitan al
individuo que escribe no se desparrame. Sarah Waters dedica dos
deliciosos mandamientos al tema: “5. Respeta a tus personajes,
incluso a los menos importantes. En el arte, como en la vida, cada
uno es el héroe de su historia particular; vale la pena pensar en
cuáles son las historias de tus personajes secundarios, aunque solo
se crucen ligeramente con la de tus protagonistas. A la vez... 6. No
llenes de gente el relato. Los personajes deberían ser
individualizados, pero funcionales –como las figuras en un cuadro–.
Piensa en La coronación de espinas, de El Bosco, en la que un
paciente y sufriente Jesús está rodeado de cerca por cuatro hombres
amenazadores. Cada uno de los personajes es único y, con todo,
representa a un tipo; y colectivamente forman una narrativa que es
más poderosa por ser tan justa y económicamente construida”.
Existen
algunos mandamientos –y hasta prohibiciones– sobre los
personajes. Entre las prohibiciones hay una en el “Decálogo del
escritor sarcástico”, debido a Marcelo Birmajer, contra las
mentiras piadosas que se echan los escritores: “6. No insista con
que los personajes se le aparecen en el toilette, en la cocina y en
la cama. Todos sabemos que miente”.
Hay
otra prohibición de Rose Tremain dirigida a los escritores de un
género concreto: “8. Si estás escribiendo ficción histórica, no
uses personajes reales famosos como protagonistas principales. Esto
solo creará confusión biográfica en los lectores y los devolverá
a los libros de historia. Si vas a escribir sobre personas reales,
haz entonces algo posmoderno y juega con ellos”.
Una
tercera prohibición se debe a Augusto Monterroso: “8. No te guíes
por la emoción mientras escribes ni califiques las reacciones de tus
personajes. Un héroe triste no da tristeza. Deja que la emoción sea
efecto de la lectura”. Sobre las emociones hay una, muy atinada, de
Horacio Quiroga: “IX. No escribas bajo el imperio de la emoción.
Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla
tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino”.
Para
complicar aún más las patologías de los narradores, que solo en
este capítulo hemos encontrado esquizofrénicos y pacientes con
múltiple personalidad, me temo que debo añadir otra disfunción que
involucra el peligro adicional de proporcionarles placer. No aplazo
más el diagnóstico: según varios decálogos, los escritores deben
ser crueles y, en lo posible, disfrutarlo, es decir, ser sádicos.
Nadie lo dijo mejor que el sin par Kurt Vonnegut: “6. Sé sádico.
No importa cuán dulces e inocentes sean tus protagonistas, haz que
les pasen cosas horribles (para que el lector compruebe de qué
madera están hechos)”.
15.
Releerse
A
riesgo de ser repetitivo, pero seguro de que nunca serán suficientes
todas las veces que se repita este consejo, transcribo los
mandamientos que ordenan releerse. Malcolm Lowry, que la practicaba,
llamaba “la prueba de Flaubert” a la lectura en voz alta.
Primero
las damas. Esther Freud: “2. Una historia necesita ritmo. Léela en
alto para ti. Si no produce un poco de magia, falta algo”. Helen
Dunmore: “2. Escucha lo que has escrito. Un mal ritmo en un pasaje
de diálogo puede indicar que aún no has entendido lo
suficientemente bien a los personajes para escribir en sus voces”,
y “4. Relee, reescribe, relee, reescribe. Si sigue sin funcionar,
tíralo. Es una sensación agradable, y no debieras saturarte con los
cadáveres de los poemas y las historias que tienen de todo excepto
la vida que necesitan”. Diana Athill: “1. Léelo en alto para ti
porque es la única manera de asegurar que los ritmos de las frases
son correctos (los ritmos de la prosa son demasiado complejos y
sutiles de elaborar, y solo se pueden hacer bien de oído)”.
Aunque
no siempre en voz alta, la relectura es una norma que varios recetan.
Vizinczey: “Una vez que he escrito mi relato, a mano y a máquina,
lo leo y encuentro que la mayor parte de lo escrito es: a) confuso, o
b) inexacto, o c) tedioso, o d) sencillamente no puede ser verídico.
Así, utilizo el borrador mecanografiado como una especie de informe
crítico de lo que he imaginado y vuelvo a soñar mejor toda la
escena”. Javier Cercas: “Léelo todo, relee solo lo más íntimo
(pero relee mucho), escribe lo que te salga de las entrañas –por
decirlo con una palabra distinguida–, y publica solo lo que no
puedas no publicar. A menos que hayas decidido suicidarte o te hayas
perdido por completo el respeto a ti mismo o los acreedores te
amenacen con la cárcel o el potro de tortura, no tengas prisa por
publicar”. Zadie Smith: “2. Intenta leer tu propio trabajo como
si lo leyera un extraño, o incluso mejor, como lo haría un
enemigo”.
16.
Hibernación
El
sentido de la hibernación es buscar un distanciamiento entre el
autor y el texto, dejar que el tiempo trabaje contra el texto y ayude
a depurarlo.
Oigamos
el argumento de autoridad de Chéjov: “Guarde el relato en un baúl
un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces
lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un
año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un
escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el
trabajo sea minucioso, elaborado” .
Leonardo
Rossiello repite la norma como la cuarta de su decálogo: “El
trabajo de cajón suele ser descuidado o subestimado. Esto es
peligroso. Trabajo de cajón es escribir, reescribir, pulir y
corregir rabiosamente un texto, y cuando creamos que es inmejorable
recordemos que está mejorable, metámoslo en un cajón y no lo
saquemos de allí hasta que hayan pasado varios meses, para entonces
sí, con nuevos ojos, darle, ojalá, la redacción definitiva. Hasta
que no se publique, un texto nunca ‘es’; siempre ‘está’ ”.
La
regla es vieja. Oigamos a Horacio: “Si algún día escribieras
algo, ponlo en los oídos del crítico Mecio, de tu padre y míos,
ocúltalo ocho años manteniendo en tu casa bien cerrado el papiro;
podrás destruir lo que no has publicado, pero una palabra dicha no
vuelve”.
17.
Lo que llaman estilo
Hubo
épocas en las cuales la noción de estilo era distinta de la que hoy
predomina, y la medida de calidad de la escritura era su oscuridad,
su retorcimiento, útil porque aguza la mente y placentero porque,
según Góngora, “como el fin del entendimiento es hacer presa en
verdades, en tanto quedará más deleitado en cuanto, obligándolo a
la especulación por la oscuridad de la obra, fueran hallados debajo
de las sombras de la oscuridad asimilaciones a su concepto”. Más
tarde Gracián dirá que “la verdad, cuanto más dificultosa, es
más agradable”. Y luego, en el Oráculo manual: “Amaga misterio
en todo; la arcanidad provoca veneración; aun en el darse a entender
se ha de huir de la llaneza”. Lo impresionante de estos
mandamientos es que no solo llegaron a determinar el modo de escribir
poesía, sino que a lo largo del siglo XVII se colaron entre los
predicadores y, en últimas, en el habla común, primero en la corte
y después entre toda la gente. Lope de Vega llamó la atención de
esta extravagancia común en los más jóvenes:
Conjúrote,
demonio culterano
que
salgas de este mozo miserable…
que
le des libertad para que hable
en
su nativo idioma castellano.
A
pesar de que no faltan quienes crean en la dificultad per se, como
Juan Goytisolo (“dar algo consabido y previsible es tratar al
lector con desprecio. La literatura difícil es la muestra de respeto
a un público inteligente. No busco un mayor número de lectores,
sino de relectores, porque el buen texto literario es el que te
obliga a volver a él”), en nuestros tiempos predomina el llamado
al no estilo, a la llaneza. Acaso la más característica noción
actual del estilo se debe a David Hare: “3. El estilo es el arte de
quitarte de en medio, no de colocarte ahí”. Y Ana María Matute,
en su “Decálogo del escritor”, vuelve al elogio que hacía Lope
de Vega de la difícil facilidad: “Escribir es muy difícil, sobre
todo hacerlo de forma sencilla”. Cocteau lo dijo así: “Que con
lo fácil que parece no se note el trabajo que nos costó”.
Desde
hace más de dos siglos, desde el prólogo de las Baladas líricas,
es una constante la insistencia en olvidarse del tono declamatorio,
del retorcimiento verbal, de la imagen barroca, aunque no faltan las
disidencias lezamalimescas. Después de los excesos neoclásicos y de
la rigidez del Arte poética de Boileau, Wordsworth refresca el aire
con propuestas renovadoras en beneficio del placer de la lectura: “El
objetivo principal que yo me propuse en estos poemas fue escoger
hechos y situaciones de la vida cotidiana y relatarlos o describirlos
todos, hasta donde fuera posible, mediante una selección del
lenguaje que la gente utiliza en la vida real y, al mismo tiempo,
impregnarlos de un cierto toque de imaginación. Por lo tanto, dicho
lenguaje, al provenir de experiencias y emociones que se repiten con
regularidad, es mucho más permanente y mucho más filosófico que el
que a menudo utilizan los poetas, los cuales piensan que se honran a
sí mismos y a su arte en la misma proporción en la que se alejan de
la comprensión de la gente”.
Ciento
setenta y dos años después, otro poeta, Rafael Cadenas, manifiesta
que a lo que aspira es a una “soberanía de lo sencillo, lo
natural, lo que está ahí, todo lo cual es, al mismo tiempo, el
misterio”. Rafael Cadenas se sitúa: “Estoy lejos del poema como
cosa de arte”, y halla que “la poesía moderna tiende a
convertirse en un corpus hermético. Se hace para un círculo de
iniciados; por los poetas para los poetas. Forman un pequeño
ouroboros. Los poetas, al decir de Cocteau, son ‘mandarines que se
susurran secretos al oído’. ¿Qué ha pasado? ¿Se trata de un
fatum histórico? ¿Es un tremendo desvío?”. Más adelante
responde a esta pregunta de manera concluyente: “¡Cuántos
espejismos engendra el pequeño ouroboros de los poetas condenados a
escribir para poetas!”.
18.
El lector
Algunos
decálogos recomiendan no escribir para el lector. Quiroga lo dice
muy sabiamente: “VIII. No pienses en tus amigos al escribir, ni en
la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no
tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus
personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se
obtiene la vida del cuento”.
Javier
Cercas también cree que no hay que escribir para nadie, excepto para
un Dios implacable: “Segundo, no escribas para tu madre. Ni para tu
padre. Ni para tu novia. No escribas para tus amigos. No escribas
para tus enemigos (sobre todo no los odies: el odio, lo dijo Michael
Corleone, no te permite juzgarlos). Ni se te ocurra escribir para los
críticos. Ni para los editores ni para los agentes ni por supuesto
para esa abstracción llamada lector, que, como su propio nombre
indica, no existe. Ni siquiera escribas para ti mismo. Escribe para
un Dios implacablemente omnisciente, que sabe incluso cuando estás
tratando de engañarlo. Y entonces se ríe con una carcajada
horripilante”.
Ese
Dios puede ser la posteridad, solo que aquello que Cercas aconseja
con toda seriedad, Monterroso lo toma en solfa: “2. No escribas
nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos,
para tus antepasados. Hazlo para la posteridad. La posteridad siempre
hace justicia”.
Cuando
Monterroso habla en serio, sin abandonar su hilaridad, dedica tres
mandamientos a los lectores: “10. Trata de decir las cosas de
manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más
inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo
sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
11. No olvides los sentimientos de los lectores. 12. Entre mejor
escribas, más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más
refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si
escribes cosas para el montón nunca serás popular”.
Descorazonadora,
Joyce Carol Oates advierte esta ley física: “1. No intentes
imaginarte un ‘lector ideal’ –puede haber uno, pero él o ella
está leyendo a otro–”. Algo parecido dice Chéjov: “Olvida a
tu auditorio general. Primero, ese auditorio anónimo y sin rostro te
atemorizará terriblemente y, segundo, a diferencia del teatro, ese
auditorio no existe. Al escribir, tu auditorio es un lector único;
he descubierto que a veces resulta útil escoger a una persona: una
persona real a la que conoces o una persona imaginaria, y escribir
dirigiéndose a ella. Escribir para los críticos tiene tanto sentido
como darle a oler flores a una persona resfriada”.
Juan
Carlos Onetti habla del lector en dos de sus mandamientos: “II. No
intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste solo se asusta
cuando le amenazan el bolsillo. III. No traten de complicar al
lector, ni buscar ni reclamar su ayuda”.
En
sus “Advertencias de un escritor”, García Márquez dice tres
cosas en las que toma en cuenta al lector: “4. Es más fácil
atrapar un conejo que un lector”, “6. Cuando uno se aburre
escribiendo el lector se aburre leyendo”, y “7. No debemos
obligar al lector a leer una frase de nuevo”.
Y
en sus “Ocho reglas para escribir ficción”, Kurt Vonnegut
proporciona dos muy útiles relacionadas con el lector: “2. Dale al
lector al menos un personaje con el que se pueda identificar”, y
“8. Dale a tus lectores toda la información posible lo más rápido
que puedas. Para mantener el suspense al diablo con el suspense. Los
lectores deben tener una idea general de lo que está pasando, cómo
y por qué, de modo que puedan acabar la historia ellos mismos; las
cucarachas pueden comerse las últimas páginas”.
Sarah
Waters es contundente, utilitaria (y útil): “4. Escribir ficción
no es una ‘autoexpresión’ o ‘terapia’. Las novelas son para
los lectores, y escribirlas quiere decir la construcción
desinteresada, elaborada y paciente de los efectos. Pienso en mis
novelas como viajes en atracciones de feria: mi trabajo es asegurar
al lector en su coche al comienzo del capítulo uno, y después
rodarlo y moverlo a toda velocidad por las escenas y las sorpresas,
en una ruta cuidadosamente planeada, a un ritmo de fina ingeniería”.
El
primer poema de Las flores del mal se dirige al lector, es más se
llama “Al lector” y deriva parte de su celebridad en que es allí
donde Baudelaire dice: “Hipócrita lector, mi prójimo, ¡mi
hermano!”.
19.
El éxito y los colegas
Guy
Roques, el autor de “Los diez mandamientos del escritor de pesca”,
define los límites éticos del asunto con tres prohibiciones en un
solo mandamiento: “5. No busques la notoriedad ni sigas las modas
ni aceptes compromisos esperando conseguirla”. Y Javier Cercas
autoriza solamente una clase de éxito: “Primero, recuerda que la
única forma posible de éxito consiste en escribir el mejor libro
que puedes escribir, ese libro que antes de terminar de escribir ni
siquiera imaginabas que podías llegar a escribir. No busques ninguna
otra forma de éxito: que sea ella la que te busque a ti. Si te
pilla, no tengas miedo y haz como si no pasara nada”.
En
todo caso, el éxito no es el objetivo, como lo proclama
graciosamente Augusto Monterroso: “7. No persigas el éxito. Aunque
el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en
cuando para que tus amigos se entristezcan”. Marcelo Birmajer
termina así su “Decálogo del escritor sarcástico”: “10. No
abandone a su esposa por una más joven luego de su primer éxito.
Espere al menos dos o tres éxitos, no sea cosa de que tenga que
volver corriendo”.
El
único que aconseja cercanía con ciertos colegas escritores es
Hemingway: “4. Frecuenta el trato de los escritores consagrados”.
Los demás, cuando se refieren al tema, poco más bien, es para
desaconsejar la cercanía social con los otros escritores. Zadie
Smith: “6. Evita las camarillas, las bandas, los grupos. La
presencia de las multitudes no te hará mejor escritor de lo que
eres”.
Párrafo
aparte merece un Chéjov demoledor: “No es la escritura en sí
misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es
posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra
su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita,
falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando
sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias
entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas
por todos los rincones –sean intelectuales o campesinos–; en
ellos está la fuerza, aunque sean pocos”.
En
dos decálogos figura una prevención para los escritores de
provincia ante el riesgo de dejarse seducir por los falsos brillos de
las metrópolis y los viajes. El irlandés Colm Tóibín es lacónico
al respecto: “9. No vayas a Londres. 10. No vayas a cualquier lugar
tampoco”. Stephen Vizinczey se extiende sobre el tema en su octavo
mandamiento: “No adorarás Londres-Nueva York-París. Conozco a
menudo aspirantes a escritores de lugares apartados que creen que en
las capitales de los medios de comunicación tienen sobre el arte
alguna información interna especial que ellos no poseen. Leen las
páginas de críticas literarias, ven en televisión programas sobre
arte para averiguar qué es importante, qué es el arte en realidad,
qué debería preocupar a los intelectuales. El provinciano suele ser
una persona inteligente y dotada que acaba por adoptar la idea de
algún periodista o académico de mucha labia sobre lo que constituye
la excelencia literaria, y traiciona su talento imitando a retrasados
mentales que solo tienen talento para menospreciar. Conozco a un
destacado crítico de Nueva York que no ha leído nunca a Tolstói, y
además está orgulloso de ello. No hay que perder el tiempo, por
tanto, preocupándote por lo que está de moda, por el tema idóneo,
el estilo idóneo o qué clase de cosas gana los premios. Cualquier
persona que haya tenido éxito en literatura lo ha conseguido en sus
propios términos”.
20.
Contra los decálogos
Resulta
que muchos de los autores de decálogos no creen en los decálogos.
Entre los que se refieren al tema, la única medio tolerante con
estas prescripciones es Sarah Waters: “10. El talento lo puede
todo. Si eres realmente un gran escritor, no te hace falta aplicar
ninguna de estas reglas. Si James Baldwin hubiese sentido que
necesitaba aumentar un poco el ritmo, nunca habría logrado la
extensa intensidad lírica de La habitación de Giovanni. Sin la
prosa ‘sobreescrita’, no tendríamos la exuberancia lingüística
de un Dickens o una Angela Carter. Si todos fuesen económicos con
sus personajes, no habría Wolf Hall... Para el resto de nosotros,
sin embargo, las reglas son importantes. Y, de modo crucial, solo
entendiendo para qué son y cómo funcionan puedes empezar a
experimentar rompiéndolas”.
Todos
los demás decalogadores son abiertos opositores a lo que hacen, es
decir, a los decálogos. Enseguida va una seguidilla de mandamientos
de varios legisladores anarquistas: Monterroso: “11. Desconfía de
los decálogos de diez puntos. Más aún: desconfía de los
decálogos”. Javier Cercas: “Décimo, recuerda (este mandamiento
es el último, pero debería ser el primero) no hacer caso jamás de
ningún decálogo. Empezando por éste y acabando por el que tú
mismo establezcas el día que un periódico decida que eres un
escritor de éxito y te entreviste para que improvises un decálogo
del escritor de éxito”. Orwell: “Rómpase cualquiera de estas
reglas en cuanto den como resultado una expresión extraña”.
Bien
merece citarse el “Decálogo del cuentista” del inigualable Julio
Ramón Ribeyro: “La observación de este decálogo, como es de
suponer, no garantiza la escritura de un buen cuento. Lo más
aconsejable es transgredirlo regularmente, como yo mismo he hecho. O
aún mejor: inventar un nuevo decálogo”.
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