El
Decálogo del otro Chandler
Mond
Chandler
Esto
de los decálogos en la literatura es cuanto menos… curioso.
El
segundo decálogo más famoso de la historia apenas es conocido por
un puñado de eruditos literarios o fanáticos de la novela negra. Es
el de Raymond Chandler.
El
primero es universalmente reconocido por casi todos los habitantes
del planeta Tierra (99,987%), aunque la mayoría no ha abierto un
libro en su vida. Se trata del decálogo de Charlton Heston, alias
Moises. Es el de los Diez Mandamientos de la iglesia católica.
Pero
existe un tercer decálogo. Y lo realmente curioso es que nadie
parece saber nada de él. Como si el mundo literario se hubiera
confabulado para ignorarlo, posiblemente por su baja calidad
artística, escaso valor estilístico o ausencia de creatividad.
Poderosas razones pero totalmente insuficientes para que el mundo
continúe desconociéndolo.
Afortunadamente,
el acceso a la información que nos ofrece internet me ha permitido
muchas cosas satisfactorias en mi vida particular. Una de ellas,
encontrar la documentación que me ha permitido lograr tan valioso
descubrimiento. Y a fe que lo es.
Pero
antes de exponerlo, considero muy importante comentar algunos
antecedentes claves.
La
biografía de Raymond Chandler contiene pasajes tan oscuros como las
obras que creó. Para este asunto los únicos que nos interesan están
relacionados con su descendencia.
Raymond
engendró dos hijos. Se criaron, como no podía ser de otra forma,
entre papeles, tinta china, máquinas de escribir y cintas
correctoras. Por la noche, soñaron con las mismas historias que
vivían durante el día gateando sobre novelas y guiones en el
despacho de su padre. Historias truculentas, trágicas y heroicas,
que se fueron deformando en sus mentes durante su niñez, infancia,
adolescencia, juventud y madurez.
El
mayor de los dos, Ray Chandler, no desarrolló una única profesión.
Más bien se dedicó a una veintena de actividades variopintas. Ray
visitaba con asiduidad las comisarías de policía de la ciudad. Puso
cincuenta y nueve denuncias advirtiendo de que su vida corría
peligro. Caminando iba hacía la número sesenta, cuando tres balazos
en la espalda lo detuvieron a las puertas de la comisaría.
Mond
Chandler, el menor de los hermanos, sí que tuvo una vocación
definida. Quería emular a su padre y dejar su huella propia para
evitar que se lo reconociera por el hijo de su padre. La realidad es
que no consiguió ni lo uno, ni lo otro. Y lo intentó denodadamente
trabajando en los periódicos de los más pequeñitos pueblos del
país. Quizá poco talento y demasiado tesón.
Raymond
Chandler escribió en 1944 el ensayo “El simple arte de matar”,
en el que proponía su particular visión sobre lo que una buena
novela negra debía incluir.
A
su hijo Mond se le ocurrió enriquecer la obra de su padre,
complementándola con las conclusiones de su trabajo durante toda su
vida. En 1989, veinte años después del fallecimiento de su padre, y
poco antes de morir él mismo, publicó en el periódico local La
Vocecilla de Pennydrive, un artículo titulado “El NO simple arte
de matar”.
Yo
lo he traducido.
Lo
he entendido.
He
ordenado sus ideas.
Y
las he plasmado en un decálogo.
El
Decálogo del otro Chandler.
Ahí
va.
1.-
El héroe NO debe caer inconsciente.
Se
permite un ligero aturullamiento mental después de recibir el típico
golpe en la nuca, pero jamás deberá perder la consciencia. No dice
mucho de su hombría.
2.-
El criminal NO siempre es el más sospechoso.
Esto
es obvio. Si fuera el verdadero criminal, debería aparecer al final
de la historia, y esto nunca pasa. Si apareciera al principio no se
trataría de una novela negra sino de una crónica de sucesos.
3.-
Las pistas ocultas NO deben estar muy ocultas.
Se
corre el riesgo de que continúen ocultas incluso aunque el autor las
haya desvelado.
4.-
El amigo del héroe NO es un esclavo.
Tiene
su propia historia, con sus motivaciones, sus sentimientos y su
propia opinión personal. No es ningún siervo, y por supuesto no
dará su vida por su amigo el héroe, aunque por supuesto hace muchos
años en una ocasión se la salvara a él.
5.-
El antihéroe NO es un extraterrestre.
Solo
los nacidos fuera del sistema solar poseen un cerebro suficientemente
desarrollado para idear planes criminales ininteligibles para los
terráqueos. Sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de los
lectores es de por aquí.
6.-
Los morcillos (*) NO deben incidir en la trama.
La
referencia del autor a un morcillo pasadas doscientas páginas
provocará cuanto menos una gran frustración en el lector al no
recordar nada del asunto. Y en el peor de los casos producirá graves
desperfectos en las tapas del libro después de volar unos metros.
7.-
El héroe NO debe ser constantemente apaleado.
La
proporción mínima exigible de golpes propinados/recibidos es de 5 a
1. La ideal es de 10 a 1. Y la perfecta es de 1 a 0. Su hombría
disminuye en función a la disminución del porcentaje.
8.-
La chica del héroe NO es ciega.
Evidentemente
tendría dificultades en enamorar al héroe con su mirada. No existen
otras limitaciones a su aspecto físico para provocar el obligado
enamoramiento.
9.-
El antihéroe NO muere en accidente.
No
se pone en duda de que muera al final de la historia. Se ha esforzado
demasiado en ello como para que merezca morir de por vulgar traspié.
O similar.
10.-
El desenlace NO es irrelevante.
Todos
sabemos que el bien prevalecerá al final de la historia. Y si no es
que el autor ajustará cuentas en la siguiente entrega. Lo importante
del desenlace son las situaciones y el modo de contarlas. En este
sentido debe cumplirse la siguiente norma: en las últimas diez
páginas se ofrecerán al menos tres sospechosos del crimen principal
antes del criminal definitivo, cada uno de ellos con una motivación
plausible para cometerlo. Si no es así, se corre el riesgo de haber
perdido el tiempo durante cuatrocientas páginas, y provocar nuevos
desperfectos en las tapas del libro.
(*)
Nota del traductor. Me ha sido imposible encontrar traducción a la
palabra empleada por Mond Chandler Dashirtk. De todas formas su
significado es el siguiente: subescena, que suele estar al principio
del nudo, incluida en una escena con la que no tiene ninguna
relación, pero que al final de la obra será clave para la
resolución final.
Tomado de:
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