10
consejos para escribir buenas historias
Ricardo
Silva Romero.
Allá
usted
1.
Yo, de ser usted, no corregiría lo que hasta ahora estoy
escribiendo, no corregiría las primeras 24, 48, 72 páginas de la
novela que por fin pude empezar, porque cuando se revisa lo escrito
mucho antes de ser terminado suele correrse el riesgo de llegar a la
conclusión de que se está haciendo basura. ¿Y si se está haciendo
basura entonces qué?: ¿empezar de nuevo? Yo, de ser usted, sólo me
sentaría a leer lo que he escrito unas semanas después de haberle
puesto el punto final. Si es malo, si no está a la altura ni de sus
ideas ni de sus expectativas, por lo menos tendrá en las manos un
relato de principio a fin que puede salvarse en la corrección, en la
edición.
2.
Yo, de ser usted, escribiría sobre lo que sé aun cuando en un
principio no lo sepa.
3.
Yo, de ser usted, no escribiría nada profundo, no encararía los
temas trascendentales que en teoría ha tratado la literatura desde
el principio de los tiempos (pues aparecerán así uno no quiera,
estarán en el texto pase lo que pase), sino que acompañaría
pequeñas vidas y pequeñas líneas que traten de ponerse a la altura
de sus pequeños destinos. Iría frase por frase como quien lleva a
alguien de una orilla a la otra, paso por paso. Me preocuparía por
poner en escena lo que me imagino como un director que tiene en sus
manos un guión. Me preocuparía por encontrar las palabras exactas.
Me contentaría con dejar escrita la idea que se me ocurrió como si
bastara con terminarla. Y punto. Evitaría lo grave porque lo grave,
de los entierros a las juntas directivas, da risa nerviosa. Porque lo
demasiado serio da risa. Y lo hondo está adentro de cada quien. Un
texto literario –un poema, un drama, un relato- tiene la
profundidad de un pentagrama, la profundidad que cada cuál quiera
encontrarle: un texto literario depende del talento de su intérprete.
4.
Yo no menospreciaría el humor. No apagaría mi sentido del ridículo
mientras estoy escribiendo. No me tragaría un solo chiste que venga
al caso. No descartaría la parodia pues, en estricto sentido, la
literatura no es más ni menos que eso. Jugaría. Haría guiños.
Caería, de tanto en tanto, en los clichés: así es la vida. No
despreciaría el sentimentalismo, no, ni mucho menos lo confundiría
con la sensiblería. Tampoco rechazaría el efectismo: no me daría
vergüenza conseguir frases que agüen los ojos, que den risa, que
den miedo. No menospreciaría, tampoco, ningún medio: ni cine ni
canción ni televisión ni radio ni internet. No menospreciaría la
gracia de un best seller. Me reiría de todo, en suma, pero no
menospreciaría nada.
5.
Yo no le temería a ser local. Yo, de ser usted, escribiría para los
lectores de acá: no me sentiría ni por encima ni por debajo de los
lectores de acá. ¿Por qué? Porque, para empezar, usted lo es: y
usted es ese lector al que usted le está escribiendo.
6.
Yo, de ser usted, escribiría en mi propia lengua: en mi propio
castellano. Yo no estaría pensando en cómo hacer para que me
entiendan más allá de mi ciudad. ¿Por qué? ¿Para qué? Yo no me
censuraría la jerga de mi propio mundo como no se la censuraron los
novelistas rusos del siglo 19 ni se la censuran los narradores
gringos de estos tiempos. Pensaría a tiempo que si a usted no le
cuesta sangre leer a los argentinos o a los españoles o a los
mexicanos (usted no va a hacer mala cara cuando le presenten a “una
mina”, usted entiende si le gritan “gilipollas” y sabe qué es
“una torta de jamón” si se la ofrecen), probablemente a ellos
les cueste aún menos leerlo a usted.
7.
Me aferraría a un buen personaje: pues un buen personaje
–definición: una persona que no consigue fingir que es otra- es un
ejemplo de un hecho humano que no se alcanza a comprender ni se puede
articular de otra manera: una muestra gratis del misterio. Me
aferraría a un personaje al que conociera lo mucho y lo poco que se
puede conocer a una persona. Y como en cualquier obra dramática,
pensando en un primer acto de presentación, en un segundo acto
plagado de obstáculos para alcanzar un destino y en un tercer acto
de resolución, lo pondría a vivir lo peor que puede pasarle en la
vida, lo pondría a explorar si en verdad, como yo sospechaba en un
principio, está a la altura de su vida. Eso: de ser usted, yo sabría
para dónde voy antes de empezar a escribir así termine, al final,
en otra parte.
8.
Yo me preguntaría, en el caso de que mañana en la mañana se me
ocurriera ser escritor, qué tanto me interesa el lector, qué tanto
me importa que baje por la escalera de mis versos o pase página a
página todas mis páginas hasta llegar al final. Yo, de ser usted,
escribiría para que alguien me leyera de la primera línea a la
última. Pero, como suele decirse, escribiría el texto que quiero
leer. Ni más ni menos. Si llegara a la extraña conclusión “quiero
que lo que escriba sea un libro”, me preguntaría por qué no puede
estar en otro medio: qué hace, en tiempos de internet, que un libro
sea un libro. Me entregaría después a mi editor de confianza. Y
caería en cuenta entonces de que, si lo que se ha escrito es un
libro, usted no es más que parte de un equipo: que falta corregirlo,
editarlo, diseñarlo, imprimirlo y entregárselo al lector. Ni más
ni menos.
9.
Yo, de ser usted, no me comería el cuento de la escritura. Por
ejemplo: yo no diría jamás “un libro es como un hijo”, yo iría
preparando el alma para que mis colegas –los jóvenes, los de mi
edad, los viejos- se convirtieran en mis principales influencias,
iría alistándome para cambiar la envidia de que alguien publique
algo por la alegría de que alguien escriba lo que usted no puede
escribir. Huiría a toda costa de la solemnidad. Me relativizaría.
No perdería de vista que la fama borrosa y tranquila que trae la
publicación, aun cuando tenga resonancia en la prensa, se parece a
la fama de un plomero con unos cuantos clientes. Me daría risa mi
pequeña fama, sí: una fama en la que aplican tantas condiciones y
restricciones. Le haría caso a Paul Simon:
So you want to be a writer? / But you don’t know how or when? /
Find a quiet place / Use a humble pen: me sentaría en el ojo del
huracán.No olvidaría que escribir ficciones es otro gesto
infantil, otra manera de articular la experiencia en el mundo, y nada
más. No olvidaría que el oficio del escritor es uno entre los mil y
un oficios del mundo: otra clase de carpintería. No le recibiría
todos los consejos a mi ego. En fin. Yo, de ser usted, no me comería
el cuento: punto. Simplemente, trabajaría.
10.
Pero eso soy yo. Allá usted. Eso soy yo, que he escrito “yo”
veintidós veces en este texto porque escribo para vivir en paz
conmigo mismo, para deshacerme una por una de mis formas de ser;
porque escribo –y esta es sólo una de las mil razones para
hacerlo- simplemente porque se me ocurren las ideas y no descanso en
paz hasta que no las dejo hechas. Repetía mi amigo Germán: “cada
cuál hace sus cosas”. Y así es. La gracia de escribir es que cada
quién halle sus reglas, que cada quién haga, en últimas, lo que le
dé la gana. ¿Porque qué importa? ¿Porque cuál es la Fifa o el
Vaticano que aplasta esta vocación? ¿Porque quién nos va a
castigar por hacerlo así o de otra manera? ¿Porque qué tan grave
es escribir un libro que tenga pocos lectores, qué tan grave es que
un lector perdido en sí mismo que sepa pronunciarlo nos diga “usted
no es Coetzee”? Porque todos los libros, desde esos preciosos
textos en los que nada más seguimos a una voz hasta esas tramas
macabras que no nos dejan irnos a dormir hasta que no las terminamos,
desde esos juegos experimentales que nos exasperan pero nos fascinan
hasta esos relatos contenidos que nos cargan de poesía, desde los
más comprometidos con la fantasía hasta los más comprometidos con
la realidad, están en todo su derecho.
Tomado de:
Respuesta
a Ricardo Silva
Ningún
escritor en formación puede perderse los 10 consejos para escribir
buenas historias , de Ricardo Silva. Ávido como suele estarlo de
palabras de aliento, el escritor en ciernes dará la bienvenida al
decálogo de Silva, un conjunto de máximas completamente
condescendientes con el lector, sin burlas, sin desafíos, sin
ironía. Son justo lo que un individuo dócil y timorato quisiera
leer. Escritas en la voz de un profesor de escuela que repite sin
tregua lo que él haría en nuestro lugar (“yo, de ser usted...”),
las diez máximas parecen destinadas a una cartilla escolar.
“Yo,
de ser usted, no corregiría lo que hasta ahora estoy escribiendo
(...) porque cuando se revisa lo escrito mucho antes de ser terminado
suele correrse el riesgo de llegar a la conclusión de que se está
haciendo basura”, dice el primer consejo de la cartilla. Basura
que, agrega después, “puede salvarse en la corrección, en la
edición”. Esto no puede ser más que un chiste siniestro a costa
de los malos escritores. O, peor aún, un truco pusilánime para
ganarse el aplauso de aquellos que, escasos de talento, pero no de
orgullo, quieren mantener viva la esperanza en un futuro literario.
Da pena, en todo caso, la tibieza de ánimo que impide a Silva tener
un poco de exigencia con el aspirante a escritor.
Pope
opinaba (Dunciad, I, 11) que para distinguir a los buenos escritores
es necesario disuadir a los malos de sus ambiciones literarias. Silva
hace todo lo contrario: les pide que no abandonen su basura hasta
terminarla, pues así tendrán por lo menos un relato de principio a
fin. Bonita invitación a la mediocridad.
El
tercer consejo repite la fórmula escuelera: “yo, de ser usted, no
escribiría nada profundo, no encararía los temas
trascendentales...”; ese es el mismo consejo que daba Rilke a su
amigo Kappus (Cartas a un joven poeta, I, 12) al pedirle que huyera
de los grandes temas y escogiera lo que la cotidianidad ofrece.
Grandioso consejo, sin duda, pero ajeno. Y no está mal que sea
ajeno, excepto por el hecho de que forma parte del diagnóstico para
un joven poeta (Kappus), su destinatario genuino. Pero no es para
todo aspirante a escritor. Los temas trascendentales han estado y
están al alcance de innumerables escritores maduros.
Ninguno
de los consejos es, a decir verdad, adecuado ni objetivo; ni siquiera
necesario. Por ejemplo, el sexto recomienda escribir en la lengua
propia, y, más aún, en el habla local. ¿Por qué no nos sorprende
esta invitación al menor esfuerzo, a lo trivial, a lo sencillo?
Sería refrescante el desafío a escribir en otro idioma, un desafío
que se impusieron prosistas de primera categoría como Casanova, que
escribió en francés; Schopenhauer, que dejó tratados científicos
y filosóficos en latín; y Cioran, que renunció al rumano para
pulir trabajosamente sus obras en la lengua francesa.
Podemos
obviar los demás consejos para llegar al mejor, al décimo. Después
de fatigarnos con una colección de lugares comunes carentes de
inspiración, que no incitan, no desafían ni asombran, Silva nos
invita a hacer nuestras propias reglas. “Que cada quién (sic) haga
lo que le dé la gana”. Ese consejo es genial, pero su genialidad
se ve opacada por su ubicación negligente. Habría sido más decente
ponerlo de primero y así evitarnos esa prescindible cartilla de
escuela, catálogo bonachón que no tiene mucho por aportarle a aquel
que quiere escribir “buenas historias”.
Pero
Ricardo Silva no es del todo culpable. Sus consejos no son, al
parecer, deliberadamente pobres. Cualquier consejo sincero en la
disciplina literaria está condenado a ser como mínimo inútil, o,
en el mejor de los casos, contraproducente. Silva fue muy lejos, con
excesiva vanidad, al postularse como modelo de escritor de “buenas
historias”. No vio lo irónico de repetir, tan fastidiosamente, lo
que él haría si él fuera usted o yo: buscar que los escritores
reproduzcan la misma fórmula hueca, siendo todos ellos, de algún
modo, Ricardo Silva. Nada de variedad, nada nuevo. Por fortuna él es
él, usted es usted, y yo soy yo.
Los
escritores no necesitan consejos, ni mucho menos. Tampoco deben
imitar una fórmula que parece exitosa. Es ejemplar el caso de
Charlie Mears, joven poetastro que figura en El cuento más hermoso
del mundo, de Kipling. Un joven que, afanado por aprender a escribir,
busca sin descanso el don secreto de la literatura copiando a otros
poetas, sin darse cuenta de que él ya tiene en su memoria tramas
esenciales que valen más que cualquier poesía. Y eso es lo que los
escritores y todos los demás necesitamos: una trama, no para
escribirla, sino para vivirla. A menudo olvidamos que la materia
prima de la literatura no es el estilo, ni está en el método ni en
el decálogo, ni mucho menos en otros libros; la materia prima de la
literatura es la vida. Cualquier experiencia profunda es más
profunda que un libro. Y, una vez vivida, importa muy poco si
llegamos a escribirla.
Bertrand
Russell recomendaba hacer el intento de no escribir, y en cambio
salir al mundo para colmarse de nuevas experiencias (La conquista de
la felicidad, 25). Es lo más sensato. Para escribir buenas historias
hay que vivirlas primero. El método es lo de menos. No olvidemos que
la literatura es una profanación de la vida, un esfuerzo –pocas
veces afortunado– por atajar lo inatajable. Un empeño donde todo
consejo es inútil. Si algo debemos ofrecerles a los escritores en
formación, en vez de consejos, son nuestras más sinceras
condolencias.
Constantino
Villegas
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