REVISTA EL MALPENSANTE
Collage sobre los decálogos para escritores
Hacemos capítulo aparte con el magnífico ensayo crítico de los decálogos para escritores del colombiano Darío Jaramillo Agudelo, quien parece que se los leyó todos y tiene sus propias ideas sobre el asunto de escarmentar por cabeza y pluma ajena. Él leyó muchos de los decálogos que se citan a menudo por Internet y nos ahorró el trabajo de volver a citarlos, tomando de ellos lo más relevante. En las páginas del blog citamos los más ingeniosos, clásicos, reconocidos o polémicos.
(Capítulo tomado de manera textual de la revista El Malpensante)
Recopilador: Darío Jaramillo Agudelo
Hay decálogos para todo –protegerse de la gripa, darles buen trato a los niños, tener una sonrisa perfecta–, pero sin duda los escritos por novelistas y cuentistas ocupan un lugar destacado en el género. ¿Qué hay en ellos? ¿Qué aconsejan?
0. ¿Cómo llegué aquí?
En diciembre de 2010 recibí una invitación de Azriel Bibliowicz para leer la conferencia que inauguraba el período 2011 del postgrado en escrituras creativas de la Universidad Nacional. Me llegó el fin del año redactando ese texto que comienza así:
“¿Pero yo qué les voy a decir? Un grupo de graduados universitarios, es decir, de adultos responsables de decisiones como hacer una maestría en la universidad más importante del país, inicia su aventura escuchando a alguien que, maldita sea, algo nuevo, algo distinto, algo profundo, habrá de decirles sobre la escritura. Al menos algún consejo útil, un decálogo revelador”.
La misma noche en que escribí esas palabras, de repente me vino a la mente la pregunta que no me había espetado: “¿Existe algún manual de consejos útiles, hay un decálogo revelador?”. Vagamente recordaba algo de Quiroga, otra cosa en algún libro de Monterroso, unos consejos de Chéjov para cuentistas... En fin, una primera lista nebulosa, buena para nefelibatas, que era indispensable corroborar.
1. Ochenta y nueve decálogos
Suelen pasarme cosas como ésta: estoy muy juicioso, con un plan de trabajo trazado, convencido de que no voy a abandonarlo hasta que termine, y de repente, por culpa de una frase escrita sin pensarla demasiado –“consejos útiles, decálogo revelador”–, durante algo más de una semana me desvío hacia una indagación en bibliotecas reales y virtuales acerca del tema. En una semana, reuní, no me creerán, ochenta y nueve textos con carácter de consejos, prohibiciones, órdenes, prescripciones, la mayoría de ellos en forma de decálogos. Ochenta y nueve.
La siguiente imagen merece párrafo aparte para poder interiorizar la pesadilla que siguió: ¿qué haría yo con una lavadora o con una estufa que trajera ochenta y nueve manuales distintos con instrucciones de operación?
Duró poco la pesadilla. Con rapidez me di cuenta de que ésa no es la comparación adecuada. Se aproxima mucho más la analogía, por ejemplo, con la culinaria. Platón dijo que ambas, la retórica y la cocina, forman parte de la misma profesión. Nadie me cree, pero Platón lo dijo, se los juro.
Así como en pocos días pude reunir ochenta y nueve reglamentos para el bien escribir, al buscar la referencia “sopa de cebolla” encontré ciento cincuenta y cinco mil entradas en Google. En diez minutos pude ver las tres primeras páginas de resultados y comparar las recetas. Ninguna es igual a otra. Tienen la cebolla en común pero no coinciden en la cantidad, unas tienen mantequilla y otras aceite de oliva, casi todas incluyen ajo pero en cantidades variadas; alguna habla de, comillas, un chorreoncito de brandy, cierro comillas, y otra de solo una cucharada; existe la fórmula que incorpora queso parmesano, pero otra prefiere el cheddar y no falta la que receta el gruyer. En fin, hay las que incluyen un caldo y una que prescribe, créanme, una pizca de azúcar. Y todas las enecientas recetas se llaman “sopa de cebolla”.
Lo que hay detrás de estas maneras sumarias de ordenar el mundo, en este caso el oficio de escribir, es la misma mentalidad de quien redacta recetas. Una cosa son las palabras y otra la sutileza del buen cocinero. La sazón. Herederos de los manuales de instrucciones, los decálogos y sus breves formas parecidas sustituyen las poéticas que han sido ley a lo largo de la historia, como las páginas que Platón dedica al asunto en La república, como la Poética de Aristóteteles, la de Horacio (que ha heredado el nombre de “poética”, pero que en realidad es una carta), la de Boileau para la Francia neoclásica, o el prólogo de las Baladas líricas de Wordsworth y Coleridge, para no referirme sino a algunas de las que he repasado desde que quedé inmerso entre ochenta y nueve decálogos para escribir.
2. ¿Son diez los mandamientos?
Bíblicos y convencionales, la mayoría de los autores optaron por la técnica de Moisés, de comprobada capacidad de memorización y de conocimiento universal pero, a la vez, en términos prácticos –todo hay que decirlo–, con tan poca influencia en el comportamiento de sus destinatarios. Abundan los decálogos; los de Monterroso, Horacio Quiroga, Javier Cercas, Vizinczey, Hemingway, Julio Ramón Ribeyro, son solo ejemplos de un método del que encontré una mina en el diario londinense The Guardian, que en enero de 2010 hizo una encuesta entre casi treinta escritores actuales.
Existen excepciones al número mágico. Borges enumeró dieciséis cosas que se deben evitar en literatura, Vargas Llosa postula quince principios para un novelista, Vonnegut enunció ocho reglas para escribir ficción, García Márquez llegó a siete y George Orwell alcanzó a dictar cinco. Pero el diez parece predominar: Eduardo Torres, el personaje inventado por Augusto Monterroso en Lo demás es silencio, enuncia doce mandatos pero “da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados y quedarse con los restantes diez”. Y Carlos Fuentes anuncia un “Decálogo para el joven escritor latinoamericano” pero al noveno se le acaba el fuelle, y el último: “10. Lo dejo a la imaginación, la palabra y la libertad del joven escritor”. Entre los treinta de The Guardian, dos terceras partes de los invitados escribieron su formulario para escritores como decálogos. Jonathan Franzen y Helen Dunmore llegan hasta nueve, Neil Gaiman hasta ocho, Joyce Carol Oates y Esther Freud formulan siete mandatos, Annie Proulx y P. D. James, cinco, y Diana Athill, tres. Entre los más lacónicos está Helen Simpson, quien escribió: “Lo más parecido que he tenido a una norma es un post-it en la pared delante de la mesa que dice ‘Faire et se taire’ (Flaubert), y me traduzco como ‘Calla y sigue adelante’ ”. El otro fue un Philip Pullman directo que contestó a la solicitud de The Guardian así: “Mi norma principal es decir no a cosas como ésta, que me tientan a alejarme de mi trabajo”.
A pesar de que el prefijo de “decálogo” conduce al número diez, el uso estableció que la Academia de la Lengua aceptara dos acepciones: “1. Conjunto de los diez mandamientos de la ley de Dios. 2. Conjunto de normas o consejos que, aunque no sean diez, son básicos para el desarrollo de cualquier actividad”. Aunque no sean diez.
3. No solo para escritores
Conjeturo que debe haber, pero no encontré, decálogos para escritores anteriores al siglo XX. Comienzan a abundar en el siglo pasado. Y no solo para escribir, los hay para todo: existe el decálogo para protegerse de la gripa, de buen trato a los niños, del deportista, de la alimentación sana, de la sonrisa perfecta. Hay decálogos del abogado, del fotógrafo, del directivo. Existe el decálogo del optimista y también, entre el millón trescientas mil entradas que trae Google para “decálogo”, existe un decálogo del lector, preparado por Antonio Muñoz Molina, y otro muy famoso de Daniel Pennac, que incluye, entre otros, los derechos a saltarse páginas, a releer, a no terminar libros, a leer en todas partes, a leer en voz alta y a callarse.
Dado que nuestro tema son los decálogos para escribir, es bueno que me detenga por un instante en su correlativo, el decálogo del lector de Pennac, para señalar solo una cosa, pero muy significativa: el de Pennac es una excepción al principio general de que los decálogos, comenzando por el de Moisés, son prohibitivos o al menos prescriptivos –no matarás, no fornicarás, etc.–. Un ejemplo es el código de diez puntos de la Cosa Nostra, hallado en 2007 en el bolsillo de Salvatore Lo Piccolo, jefe de la mafia de Nueva York, cuando fue detenido por la policía tras veinticinco años de estar prófugo: entre otras cosas, prohibía robarles a otros miembros de la organización, acostarse con las mujeres que tuvieran marido, tener vínculos con la policía; también prohibía llevar vida social y exigía, obligatoriamente, ser puntuales.
El “no”, la orden, el mandato obligatorio, son, pues, las formas más generalizadas del decálogo. Pero el decálogo del lector de Pennac es reivindicativo y lo que hace es establecer los derechos del lector. (Mi mala memoria de los tiempos de estudiante de leyes todavía me recuerda que a cada derecho de un individuo corresponde el deber de otro. Al derecho del lector concierne la obligación, en buena parte –no toda, están también el editor y el diseñador–, del autor.)
4. Decálogos para escritores
Una primera taxonomía de decálogos puede construirse yendo del género a la especie. Los hay en gran cantidad de manera genérica para la escritura, casi siempre titulados así, “Decálogo del escritor”. Algunos pocos han optado por otros títulos; Orwell, por ejemplo, las llama “Cinco reglas para un lenguaje eficaz”, Steinbeck opta por “Trucos de un escritor” y los treinta de The Guardian adoptan el mismo título descriptivo: “Rules for writers”.
Los varios decálogos dedicados a la narración abarcan este ámbito en general y, aunque algunos tienen cierta restricción –la narración de suspenso en el caso de Brian Garfield, la ciencia ficción en el caso de Isaac Asimov–, sus postulados se acomodan confortablemente a cualquier tipo de narración, incluso la periodística.
Es quizá el cuento el género que ocupa el renglón más amplio entre los decálogos dedicados a la narrativa. El más famoso es el más antiguo, el “Decálogo del perfecto cuentista” de Horacio Quiroga, espejo en donde se han mirado otros decalogadores. Excelente, y muy útil, es el de Julio Ramón Ribeyro, con definiciones del cuento muy prácticas para quien quiera abordar la narración breve. Ribeyro termina su normativa proponiéndole al cuentista “inventar un nuevo decálogo”.
El chileno Roberto Bolaño elaboró “Doce consejos para escribir cuentos”. De su dodecálogo, los dos primeros preceptos tienen algo de ironía y algo de broma: “1. Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte. 2. Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince”. Estos preceptos me llevan a uno de Monterroso cuando hace expresar a Eduardo Torres: “4. Lo que puedas decir con cien palabras, dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras”.
Los otros diez puntos de Bolaño, íntegramente, son consejos de lectura, con especial dedicación a Poe: “9. La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra. 10. Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas”.
El argentino Ricardo Piglia escribió un texto titulado “Los dos hilos”, en donde desarrolla una tesis central –“un cuento siempre cuenta dos historias”– que termina con esta iluminadora consideración, útil para escribir cuentos y también para analizarlos: “El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. ‘La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana terra incognita, sino en el corazón mismo de lo inmediato’, decía Rimbaud. Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento”.
Así como muchos narradores ilustres escribieron normativas para su género (Borges, García Márquez, Hemingway, Vargas Llosa, Onetti, Monterroso, Vonnegut, Ribeyro, Piglia...), no he hallado hasta ahora un decálogo escrito por un poeta que ocupe en el terreno de la poesía el sitial que tienen los narradores mencionados. Los decálogos para poetas que he descubierto se deben a desconocidos, o a poetas no tan notables. El chiapaneco Efraín Bartolomé escribió uno en tono cosmogónico, donde dice cosas como: “No ensuciarás el río, ni talarás el bosque, ni quemarás el cielo con fuego envenenado. Jamás escupirás sobre la frente de tu madre, la Tierra”, y donde prohíbe ciertos trabajos a los poetas: “No escribirás discursos para los poderosos, ni harás publicidad para los dueños del mercado, ni te encadenarás al dogal académico”. Como quien dice, no ser publicistas como lo fue Mutis, ni profesores como José Emilio Pacheco. El colombiano Óscar Echeverri Mejía prescribía algo tan sencillo y tan difícil como: “Pondrás magia en tus poemas”, y otro poeta termina su reglamento diciendo: “Puedes llamarte poeta si has decidido morir con un lápiz en la mano y en tus labios una sonrisa”. Mejor pasemos a otra cosa.
5. ¿Cómo empiezan los decálogos?
Parece que la primera norma, como en el Decálogo de Moisés, fuera la más importante. No siempre es así o no siempre el lector percibe que ese primer precepto sea tan abarcador como el bíblico: “Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas”.
A propósito: no faltan los decálogos para escritores que proclaman desde su primer mandamiento que la escritura es una religión. Esto era de esperarse en un autor de materiales religiosos, como Derek Wood: “1. Escribe en actitud de oración. Encomienda humildemente al Señor lo que haces”. Pero también hay quienes proclaman que la poesía, en particular, o la literatura, en general, son religiones. La poetisa María Vásquez Benarroch dice: “1. Solo quien entra en poesía como se entra en una religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un poeta y escribir una obra que lo trascienda... Escribir poesía no es un juego, tiene un alto costo espiritual, y es un templo donde la Diosa pide su tibia limosna día a día, entonces... entra a ese templo con el debido y sagrado respeto: no entregues basura al lector, exponte en carne viva en cada línea. La recompensa será la eternidad”.
Al parecer, en la religión de la señora Vásquez no existe la prohibición del plagio, pues Mario Vargas Llosa comienza del mismo modo –qué coincidencia– sus “Consejos a un joven novelista”: “1. Solo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo trascienda”.
(El hallazgo de un plagio me lleva a abrir un paréntesis para los preceptos que sobre éste traen “Los diez mandamientos del escritor” de Fernando Aínsa: “8. No llamarás palimpsesto intertextual a la simple copia banal... 10. No eliminarás las comillas de las citas ajenas”.)
Stephen Vizinczey resalta una curiosa e inesperada seguidilla de nones en su primera norma: “1. No beberás, ni fumarás, ni te drogarás. Para ser escritor necesitas todo el cerebro que tienes”. Colm Tóibín dice casi lo mismo, pero no en el primer mandamiento: “5. Nada de alcohol, sexo o drogas mientras trabajas”. Igual, Richard Ford está de acuerdo con Vizinczey, pero tampoco pone esta regla de primera: “6. No bebas y escribas al mismo tiempo”.
Pero Anne Enright está en desacuerdo, un desacuerdo que desarrolla en dos de sus puntos: “7. Imagina que te estás muriendo. Si tuvieras una enfermedad terminal, ¿terminarías este libro? ¿Por qué no? Lo que perturba estas diez semanas de vida es lo que falla en el libro. Así que cámbialo. Deja de discutir contigo mismo. Cámbialo. ¿Ves? Es fácil. Y nadie tiene que morirse. 8.También puedes hacer todo eso con whisky”. Un anónimo “Decálogo del perfecto impostor” prescribe: “VII. No uses estupefacientes para acceder a nuevas realidades. Un sueño, o los efectos de un beso, superan el delirium tremens de cualquier sustancia”.
Augusto Monterroso receta el alcohol como remedio para desatrancar las tuberías de la imaginación: “2. Si no sabes adónde vas, detente, mira el techo, cuenta hasta diez, bebe un whisky. Las historias avanzan del final al principio. Si ya conoces el final, también detente. Las historias no tienen prisa; no escribas como si ya te hubieras leído o, peor aún, no escribas como si otros te leyeran”.
6. Leer
Aunque no sea como primer mandamiento, la lectura es una de las recomendaciones más frecuentes de los decálogos. Unos decalogadores recomiendan la lectura omnívora, otros concretan su recomendación a ciertos autores.
Entre los primeros están Hemingway: “6. Lee sin tregua”; Onetti: “VII. No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios”, y A. L. Kennedy: “7. Lee. Todo lo que puedas. Lo más profunda, amplia, nutriente e irritantemente que puedas. Y las buenas cosas harán que las recuerdes, así que no necesitas tomar notas”.
Entre estas recomendaciones genéricas merece párrafo aparte, por lo extensa, la de Vizinczey: “7. No dejarás pasar un solo día sin releer algo grande. En mi adolescencia estudié para ser director de orquesta, y de mi educación musical adopté una costumbre que considero esencial para los escritores: el estudio constante y diario de las obras maestras. La mayor parte de los músicos profesionales de dicha categoría conocen de memoria centenares de partituras; la mayor parte de los escritores, en cambio, solo tienen el más vago recuerdo de los clásicos, lo cual explica que haya más músicos expertos que escritores expertos. Un violinista que poseyera la técnica de la mayor parte de los novelistas publicados no encontraría nunca una orquesta en la que tocar. Lo cierto es que solo absorbiendo las obras perfectas, los modos específicos inventados por los grandes maestros para desarrollar una escena, construir una frase, un párrafo, un capítulo, se puede aprender todo lo que hay que aprender sobre la técnica. Nada de lo que ya se ha hecho puede decirte cómo hacer algo nuevo, pero si comprendes las técnicas de los maestros tienes más posibilidades de desarrollar las propias. Para decirlo en términos de ajedrez: aún no ha existido un gran maestro que no conociera de memoria las partidas de campeonato de sus predecesores”.
Otros recomiendan lecturas concretas. Monterroso: “9. Lee El Quijote. Luego, relee El Quijote. Luego, escribe un cuento en el que nadie conoce El Quijote”. Colm Tóibín recomienda: “7. Si tienes que leer, anímate leyendo biografías de escritores que se volvieron locos”. Horacio Quiroga: “cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov– como en Dios mismo”. P. D. James: “2. Lee mucho y discriminando. La mala escritura es contagiosa”, que es lo que intenta distinguir Roberto Bolaño: “4. Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral”.
Sin embargo, en este popurrí de recetas, mandamientos y consejos, no falta quien aconseje no leer. Éste es Will Self: “4. Deja de leer ficción –es toda mentira, en cierto modo, y no tiene nada que decirte que no sepas ya (asumiendo, claro, que hayas leído un montón de ficción en el pasado; si no, no tiene sentido ser un escritor de ficción)”. Cuando era adolescente, en Medellín, en los años sesenta, había un poeta famoso (bueno, famoso no, más bien conocido), que decía no leer poesía para evitar las influencias. Así le fue. Era conocido y ahora no es reconocido.
7. El escritor ante sí mismo
¿Cuáles son las actitudes, los valores que el escritor debe acatar, respetar, tener en cuenta?, ¿cuál la visión de sí mismo? Por ejemplo, sobre eso que llaman la confianza en uno mismo... Horacio Quiroga comienza muy serio: “IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón”. Fernando Aínsa piensa que el objeto del amor debe ser otro, y su primer mandamiento es: “1. Te amarás a ti mismo por sobre todas las cosas”. Pero el precepto no es tan unánimemente aceptado y el asunto queda en tablas. Dice Monterroso: “9. Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda”.
La relación entre miedo y valentía no es tan inequívoca como parece. Javier Cercas y A. L. Kennedy advierten contra el miedo. El primero dice: “Quinto, resérvate el miedo que tengas (y ya sé que tienes un miedo espantoso) para la vida, y destiérralo como sea en cuanto te sientes a escribir, para que aparezca entero y verdadero en tus libros, que son lo que de verdad eres. Recuerda que este oficio no es para cobardes, pero recuerda también que el valiente no es el que no tiene miedo, sino el que tiene miedo y se aguanta y luego embiste y va a por todas”. A. L. Kennedy le da la vuelta a la fórmula de Cercas así: “8. No tengas miedo. Esto es imposible, pero deja que los pequeños temores guíen tu reescritura y deja al margen los mayores hasta que se comporten –entonces, úsalos, quizá escríbelos–. Si tienes demasiado temor, lo único que conseguirás es el silencio”.
La mínima valentía que piden los decálogos a los escritores es afrontar un oficio en esencia solitario. Así lo advierte Will Self: “8. La vida del escritor es un confinamiento solitario. Si no puedes afrontarlo no necesitas aplicarte”. Carlos Fuentes se une a ese precepto desde el primero de los suyos: “1. Los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto solitario y a veces aterrador”. Para medir el grado de aislamiento del oficio, oigamos el décimo punto de Will Self, donde pinta una fiesta de Navidad de un escritor: “10. Considérate como una empresa unipersonal. Aplícate a ejercicios de trabajo en equipo (largos paseos). Da una fiesta de Navidad cada año en la que estés en la esquina de tu sala de escribir, hablándote a voces mientras bebes una botella de vino. Después mastúrbate bajo la mesa. Al día siguiente tendrás una profunda y coherente sensación de bochorno”.
Anne Enright dibuja en tres puntos la típica autobiografía de un escritor. Se trata de prevenirlos acerca de un oficio, además de solitario, gris. Su primer punto parece un testimonio personal, además de una advertencia: “1. Los doce primeros años son los peores”. La misma señora Enright continúa así esta especie de autobiografía: “9. Diviértete”, y “10. Recuerda, sentarte en tu mesa durante quince o veinte años, cada día, sin contar fines de semana, te cambia. Simplemente te cambia. Quizá no mejore tu carácter, pero arregla otras cosas. Te hace sentir más libre”.
A juzgar por los decálogos, y no únicamente por ellos, el pecado capital favorito de los escritores parece ser la vanidad, esa mezcla de soberbia y envidia, de pereza y avaricia –que de las cuatro tiene–. Así se explica la abundancia de admoniciones contra ella. Señala Carmen Jodra: “1. El escritor es una persona normal que permanece consciente de sus vivencias de persona normal”, y por eso las advertencias que vienen en tres decálogos. Luis Leante: “3. Medicarse contra el ego”, Zadie Smith: “9. No confundas los honores con los logros” y Javier Galarza: “4. Escribirás a escondidas de ti mismo”. Respecto a la vanidad, lo más agudo y lo más útil fue hallado por Anne Enright: “3. Solo los malos escritores piensan que su trabajo es realmente bueno”.
Hay quienes le prenden una vela a Dios y otra al Diablo. Vizinczey dice en su cuarto precepto: “No serás vanidoso”, y en el quinto: “No serás modesto”. Al final, un hilarante Borges termina así sus famosos dieciséis consejos: “16. Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio”.
Un mandamiento frecuente es no sufrir con el oficio. Vizinczey dice: “9. Escribirás para tu propio placer”. Jeanette Winterson repite: “10. ¡Disfruta de este trabajo!”. A. L. Kennedy lo plantea así: “5. Defiéndete a ti mismo. Averigua qué te mantiene feliz, motivado y creativo”. El novelista argentino Marcelo Birmajer dice lo mismo pero al revés: “1. No declame que escribir lo hace sufrir. En tal caso, abandone la escritura”.
¿Cuánto involucrar de sí mismo? La sinceridad es un valor moral que Vargas Llosa convierte en otra cosa: “10. La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético”. De todos modos Hemingway la exige de este modo tajante: “9. Sigue siempre el impulso de tu corazón”. Atender al corazón preocupa también a Joyce Carol Oates: “7. Mantén tu corazón encendido y esperanzado. Pero espera lo peor”.
No obstante, la sinceridad no siempre es recomendada. Onetti recetaba lo contrario: “Mientan siempre”. Aquí, justo aquí, puedo mostrar las dificultades que tendría alguien si desea seguir todos los decálogos. Después de que un tipo como Onetti te dice que mientas, viene Chéjov y determina: “Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir”.
Existen otros mandamientos sueltos acerca de la relación que el escritor debe mantener consigo mismo. Javier Cercas: “Séptimo, cultiva tus obsesiones, tus vicios, tu locura y, con moderación, tu cordura; cultiva tus perplejidades, tus pasiones (las altas y las bajas, sobre todo las bajas), tu gusto intransferible (el bueno y el malo, sobre todo el malo), y no olvides reírte con alegre fiereza de ti mismo”. Vizinczey: “2. No tendrás costumbres caras. Un escritor nace del talento y del tiempo... Tiempo para observar, estudiar, pensar. Por consiguiente, no puede permitirse el lujo de desperdiciar una sola hora ganando dinero para cosas no esenciales. A menos que tenga la suerte de haber nacido rico, es mejor que se prepare para vivir sin demasiados bienes terrenales”.
Un anónimo decálogo para escritores consigna: “2. Tus influencias serán siempre: tú mismo, tú mismo y tú mismo. (No seas un buena gente, no trates de quedar bien con todos, no escribas por encargo o por moda)”, lo que no excluye la sabia recomendación de Jeanette Winterson, válida para escritores y no escritores: “6. No hagas caso de nadie que no respetes”. Tal vez aquí es bueno terminar con la oración de Chéjov: “Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo”.
8. La carpintería
¿Dónde escribir? Parecería que no hay muchas prescripciones sobre el lugar. Tan solo un inglés, Geoff Dyer, expresa una prohibición: “2. No escribas en lugares públicos. A principios de los noventa fui a vivir a París. Los típicos motivos literarios: por entonces, si te pillaban escribiendo en un pub en Inglaterra, podían patearte la cabeza, mientras que en París, dans les cafés... Desde entonces he desarrollado una aversión a escribir en público. Ahora pienso que debería hacerse únicamente en privado, como cualquier otra actividad escatológica”.
Respecto al “cuándo” son diversas las opiniones. El mismo Dyer aconseja sobre la frecuencia: “9. Hazlo cada día. Ten la costumbre de convertir tus observaciones en palabras y de forma gradual se convertirá en instinto. Ésta es la regla más importante de todas y, naturalmente, no la sigo”. Zadie Smith advierte –y es bueno acatarla–: “Protege el tiempo y el espacio en que escribes. Mantén a todos alejados de ellos, incluso a las personas que son más importantes para ti”. La siempre sensata Nancy Kress dice: “1. Escribe regularmente. Si no tienes mucho tiempo, escribe al menos cinco minutos por día”. Andrew Motion deja la decisión a la comodidad del escritor: “1. Decide qué momento del día (o de la noche) te va mejor para escribir, y organiza tu vida de acuerdo con eso”.
La disciplina es la clave o, en su defecto, el control de la indisciplina, según un breve texto de Italo Calvino titulado “Cómo escribo”: “Me gustaría trabajar todos los días. Pero a la mañana invento todo tipo de excusas para no trabajar: tengo que salir, ir al mercado, comprar los periódicos. Por lo general, me las arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de tarde. Soy un escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me he convertido en un escritor vespertino. Podría escribir de noche, pero cuando lo hago no duermo. Así que trato de evitarlo”.
Para Geoff Dyer la única manera de ponerse a trabajar es tener que escoger entre dos ideas, dos proyectos. Si no es así, prefiere la vagancia: “7. Ten más de una idea en marcha al mismo tiempo. Si hay elección entre escribir un libro y no hacer nada siempre escogeré lo último. Solo si tengo ideas para dos libros escogeré una en lugar de la otra. Siempre he de sentir que estoy escaqueándome de algo”. Italo Calvino coincide con Dyer: “Siempre tengo una cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor de veinte libros que me gustaría escribir, pero después llega el momento de decidir que voy a escribir ese libro. Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un anhelo de escribir de un modo que trate directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese momento, el libro que me gustaría escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando estoy escribiendo algo muy autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida cotidiana, mi deseo va en dirección opuesta. El libro se convierte en uno de invención, sin relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa misma razón, más sincero”.
9. En cuanto a las herramientas
Es bueno tener un diccionario. Así lo aconsejan Gonzalo M. Vivaldi y Roddy Doyle, pero este último no lo quiere tan cerca: “6. Ten un tesauro, pero en el cobertizo trasero del jardín o detrás del frigorífico, en algún lugar que requiera movimiento o esfuerzos...”.
Margaret Atwood escribe en todas partes, hasta en los aviones, por lo que necesita papel y lápiz. A ellos dedica tres puntos de su decálogo: “1. Llevo un lápiz para escribir en los aviones. Las plumas gotean. Sin embargo, si la mina se rompe no es posible afilarlo porque no se puede llevar un cuchillo a bordo. Así que llevo dos lápices. 2. Si al segundo lápiz se le rompe la mina siempre puedes recurrir a una lima de uñas de metal o de cristal. 3. Lleva algo para escribir. El papel es bueno. En un apuro, pedazos de madera o tu propio brazo son útiles”.
En dos decálogos hallé una prohibición para quienes escriben en computador. Zadie Smith: “7. Trabaja en un computador sin conexión a internet”. Jonathan Franzen lo dice así: “8. Es dudoso que cualquiera con conexión a internet en su lugar de trabajo sea un buen escritor de ficción”. Roddy Doyle no es tan prohibitivo pero sí dedica un mandamiento a reglas restrictivas para quienes usan computador: “5. Restringe internet a unas pocas webs al día. No te acerques a las apuestas online, a menos que sea por investigación”.
Geoff Dyer da un consejo muy específico a los usuarios de programas de escritura: “4. Si usas computador, afina y amplía constantemente tu configuración de corrección automática. La única razón por la que sigo fiel a mi computador de mierda es que he invertido mucho ingenio en construir uno de los grandes archivos de autocorrección de la historia literaria. Palabras perfectamente formadas y escritas surgen de unas pocas pulsaciones: ‘Niet’ se convierte en ‘Nietzsche’, ‘phot’ se convierte en ‘photography’, y así. ¡Un genio!”.
10. El atasco, el bloqueo, la seca
Los autores de decálogos se contradicen respecto a qué hacer en caso de bloqueo. Jeanette Winterson advierte: 2. Nunca pares cuando te atasques. Quizá no puedas resolver el problema, pero déjalo aparte y escribe otra cosa. No pares del todo”. En el otro extremo está Helen Dunmore: “7. Un problema con un fragmento de escritura suele resolverse por sí solo si te vas a dar un largo paseo”. Y más cerca de la señora Dunmore que de la Winterson está Hilary Mantel: “9. Hagas lo que hagas, no te atasques de morros ante el problema. Pero no hables por teléfono o no te vayas a una fiesta; si te vas, las palabras de los otros caerán donde tus palabras perdidas deberían estar. Abre un hueco para ellas, crea un espacio. Sé paciente”.
Y Sarah Waters: “9. A mitad de la escritura de una novela, he experimentado momentos de terror, al contemplar las tonterías en la pantalla e imaginar las reseñas despectivas, el bochorno de los amigos, la carrera fracasada, los ingresos menguantes, la casa embargada, el divorcio... Trabajar con obstinación durante crisis como éstas me ha llevado hasta el final. Dejar la mesa por un rato puede ayudar. Hablar del problema me sirve para recordar lo que estaba intentando antes de atascarme. Dar un largo paseo casi siempre me hace pensar en mi manuscrito de un modo ligeramente distinto. Y si todo esto falla, queda rezar. San Francisco de Sales, el santo patrón de los escritores, me ha ayudado a menudo en una crisis. Si quieres extender tu red con más amplitud, puedes intentarlo apelando a Calíope, la musa de la poesía épica”.
En materia de contradicciones entre decálogos, hay una que me parece muy significativa del hecho central, y es que cada uno mata las pulgas a su modo. Patafísica. David Hare proclama muy libertario: “1. Escribe solo cuando tengas algo que decir”. Y Augusto Monterroso aconseja lo contrario: 1. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre”.
11. Principio tienen las cosas
El tema tiene dos aspectos, el primero, relativo a la actitud para comenzar, y el segundo en cuanto a cómo debe ser el principio del texto.
En lo que respecta a la actitud, hay un consejo un poco raro, y por raro lo pongo, de Rose Tremain: “10. Nunca empieces el libro cuando tengas ganas de empezarlo, espera un poco más”. Y hay una recomendación de Michael Morpurgo muy obvia y que aun por obvia no la omito: “6. En el momento en que me siento y me enfrento a la página en blanco tengo muchas ganas de irme. Lo cuento como si estuviera hablando con mi mejor amigo o uno de mis nietos”. Por esas ganas de huir es muy pertinente lo que dice Horacio Quiroga: “V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas”. Y el mismo Morpurgo lo sabe: “4. Es el tiempo de gestación lo que cuenta”.
Para los amantes de los prólogos, prefacios, preámbulos, introitos, proemios, introducciones y palabras liminares hay un estupendo y sensato disuasivo debido a Hilary Mantel: “5. Sé consciente de que cualquier cosa que aparezca antes de ‘Capítulo Uno’ puede ser saltada. No pongas tu clave vital allí”.
En todo este repaso de prescripciones sobre el principio del texto, la más novedosa para mí proviene de las “Ocho reglas para escribir ficción” de Kurt Vonnegut: “5. Empieza tan cerca del final como te sea posible”, que debe ponerse al lado de ésta, de Gabriel García Márquez: “2. El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad”.
Dije “la más novedosa regla sobre el principio del texto”. Me equivoqué; podrá ser nueva para mí, pero en realidad es más vieja que el uso de caminar parado. Horacio elogia la Odisea porque “siempre se apresura hacia el desenlace y arrastra al auditorio al centro de los hechos como si le fueran conocidos...”. O, como decía Vonnegut, y no sobra repetirlo, “empieza tan cerca del final como te sea posible”.
12. Tachar, suprimir, corregir, cortar
Todos los consejos sobre esta materia fueron sintetizados, acortados, expresados en uno solo, muy breve, que no tiene nada que le sobre. Todo se lo debemos a George Orwell. La última de sus “Cinco reglas para un lenguaje eficaz” dice: “Si es posible recortar una frase, eliminar una palabra, siempre hay que hacerlo. Cualquier palabra que no contribuya a dar el significado exacto en un paso más corto, diluye su poder. Menos es siempre mejor”.
Cortar, cortar. La recomendación la repite Diana Athill: “2. Corta (quizá debiera decir CORTA): solo se logra que todas las palabras importen cuando no queda ninguna que no sea esencial”. Y Esther Freud: “3. La edición lo es todo. Corta hasta que no puedas cortar más. Lo que queda florece a menudo a la vida”. Al respecto, el más contundente es Luis Leante: “2. No tener miedo de tirar a la papelera uno o varios años de trabajo”.
Javier Cercas dedica una parrafada a la reescritura en el tercero de sus mandamientos: “No olvides que escribir una frase consiste en resolver un problema que la siguiente frase vuelve a plantear. Ni que escribir un libro consiste en lo mismo. Desconfía de la facilidad. No intentes ser inteligente ni sabio ni profundo ni gracioso ni divertido (por Dios santo, no intentes ser gracioso ni divertido: que lo sea el libro). Que el libro sea mucho mejor que tú, que no eres más que un pobre hombre, como todo el mundo. Dedícate a otra cosa en cuanto notes que escribes tratando de quedar bien. No olvides que escribir consiste en reescribir, es decir: en averiguar qué es lo que estaba dentro de ti sin que tú lo supieras”.
El escritor es Sísifo. Nunca termina de corregir. La enfermedad es tan universal que muchas editoriales, principalmente anglosajonas, imponen en el contrato con sus autores una cláusula en la que, a partir de cierto momento, se penalizan las correcciones que el escritor quiera introducir en el texto. Rose Tremain lo dice así: “No te conformes nunca con un primer borrador. De hecho, nunca te conformes totalmente, hasta que no tengas la certeza de que es todo lo bueno que tus limitados poderes han permitido”.
El siempre divertido y siempre sabio Augusto Monterroso dice sobre las correcciones: “3. Corrige mucho; luego agrega un defecto: una coma rara, una mayúscula caprichosa, una palabra repetida. En nada hay que trabajar tanto como en la apariencia de naturalidad”.
13. Adjetivos y otros adornos
Siempre cito a Huidobro: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. En idéntica dirección aparece la misma observación en diferentes decálogos. Horacio Quiroga lo dice así: “VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo”.
Circula en la red un texto titulado “Consejos para redactar bien”, escrito por Gonzalo M. Vivaldi, en verdad unos consejos elementales y sensatos. Con respecto al adjetivo dice: “Procure que el empleo de los adjetivos sea exacto. Sobre todo no abuse de ellos: ‘Si un sustantivo necesita de un adjetivo, no lo carguemos con dos’ (Azorín). Evite, pues, la duplicidad de adjetivos cuando sea innecesaria”.
Idéntico cuidado que con los adjetivos es necesario tener con los adornos, como recomienda la séptima norma de Sarah Waters: “No escribas de más. Evita las frases redundantes, los adjetivos que distraen, los adverbios innecesarios. Los que empiezan, especialmente, parecen creer que escribir ficción requiere un tipo especial de prosa florida, completamente distinta de cualquier clase de lengua que uno se pueda encontrar en la vida del día a día. Se trata de un malentendido sobre cómo se producen los efectos de la ficción…”. En el mismo sentido se pronuncia Javier Cercas: “Cuarto, huye como de la peste de las frases bonitas, de las palabras bonitas, de quienes escriben con mayúscula la palabra arte, la palabra artista, la palabra obra, la palabra belleza, sobre todo la palabra belleza. Huye de todo lo que suene remotamente a literatura; la literatura es lo que nunca, ni siquiera remotamente, suena a literatura: suena solo a verdad”.
Lo mismo puede decirse de las imágenes retóricas, como lo advierte Esther Freud: “1. Reduce las metáforas y los símiles. En mi primer libro me prometí que no usaría ninguna y me descuidé en una puesta de sol en el capítulo once. Todavía me sonrojo cuando me lo encuentro”.
Sobre los adverbios hay peleas muy específicas, como la que sostiene Elmore Leonard: “4. Nunca uses un adverbio para modificar el verbo ‘decir’. ‘Amonestó severamente’, usar un adverbio de esta manera (o casi de cualquiera) es un pecado mortal. El escritor se expone a interrumpir el ritmo del intercambio. Un personaje cuenta en uno de mis libros cómo solía escribir sus romances históricos ‘llenos de violaciones y adverbios’ ”.
Además de esa batalla, Leonard es adalid de una cruzada a favor del verbo “decir”: “3. Nunca uses otro verbo aparte de ‘dijo’ para escribir los diálogos. La frase del diálogo pertenece al personaje; el verbo es el escritor metiendo sus narices. Pero ‘dijo’ es mucho menos invasivo que ‘refunfuñó’, ‘exclamó’, ‘advirtió’ y ‘mintió’. Una vez vi que Mary McCarthy terminaba una frase de un diálogo con ‘aseveró ella’ [‘asseverate’, cultismo en inglés] y tuve que dejar de leer e ir al diccionario”.
El mismo Leonard previene sobre las exclamaciones: “5. Mantén tus signos de exclamación bajo control. No debes permitirte más de dos o tres por cada cien mil palabras. Si tienes un don para jugar con las exclamaciones como lo hace Tom Wolfe, puedes usarlas a puñados”.
14. Personajes y patologías
“Madame Bovary soy yo”, decía Flaubert. Según esto, el escritor de ficción es un individuo que padece una especie de esquizofrenia benigna, que no requiere más tratamiento que la escritura misma, de lo que resulta la homeopática conclusión de que la escritura es, a la vez, la esquizofrenia y su cura.
Consonantes con lo anterior son los enunciados de Nancy Kress: “9. Trata de ‘convertirte’ en tus personajes mientras los escribes”, y de Brian Garfield: “7. Escoge al protagonista de acuerdo con tus propias capacidades. Básicamente quiere decir que no pongas de protagonista a un experto en informática si eres un negado en informática. ¿Cómo vas a documentar eso? Lo fácil es poner a alguien que sea un alter ego tuyo”.
También conviene que la multiplicidad de personalidades que habitan al individuo que escribe no se desparrame. Sarah Waters dedica dos deliciosos mandamientos al tema: “5. Respeta a tus personajes, incluso a los menos importantes. En el arte, como en la vida, cada uno es el héroe de su historia particular; vale la pena pensar en cuáles son las historias de tus personajes secundarios, aunque solo se crucen ligeramente con la de tus protagonistas. A la vez... 6. No llenes de gente el relato. Los personajes deberían ser individualizados, pero funcionales –como las figuras en un cuadro–. Piensa en La coronación de espinas, de El Bosco, en la que un paciente y sufriente Jesús está rodeado de cerca por cuatro hombres amenazadores. Cada uno de los personajes es único y, con todo, representa a un tipo; y colectivamente forman una narrativa que es más poderosa por ser tan justa y económicamente construida”.
Existen algunos mandamientos –y hasta prohibiciones– sobre los personajes. Entre las prohibiciones hay una en el “Decálogo del escritor sarcástico”, debido a Marcelo Birmajer, contra las mentiras piadosas que se echan los escritores: “6. No insista con que los personajes se le aparecen en el toilette, en la cocina y en la cama. Todos sabemos que miente”.
Hay otra prohibición de Rose Tremain dirigida a los escritores de un género concreto: “8. Si estás escribiendo ficción histórica, no uses personajes reales famosos como protagonistas principales. Esto solo creará confusión biográfica en los lectores y los devolverá a los libros de historia. Si vas a escribir sobre personas reales, haz entonces algo posmoderno y juega con ellos”.
Una tercera prohibición se debe a Augusto Monterroso: “8. No te guíes por la emoción mientras escribes ni califiques las reacciones de tus personajes. Un héroe triste no da tristeza. Deja que la emoción sea efecto de la lectura”. Sobre las emociones hay una, muy atinada, de Horacio Quiroga: “IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino”.
Para complicar aún más las patologías de los narradores, que solo en este capítulo hemos encontrado esquizofrénicos y pacientes con múltiple personalidad, me temo que debo añadir otra disfunción que involucra el peligro adicional de proporcionarles placer. No aplazo más el diagnóstico: según varios decálogos, los escritores deben ser crueles y, en lo posible, disfrutarlo, es decir, ser sádicos. Nadie lo dijo mejor que el sin par Kurt Vonnegut: “6. Sé sádico. No importa cuán dulces e inocentes sean tus protagonistas, haz que les pasen cosas horribles (para que el lector compruebe de qué madera están hechos)”.
15. Releerse
A riesgo de ser repetitivo, pero seguro de que nunca serán suficientes todas las veces que se repita este consejo, transcribo los mandamientos que ordenan releerse. Malcolm Lowry, que la practicaba, llamaba “la prueba de Flaubert” a la lectura en voz alta.
Primero las damas. Esther Freud: “2. Una historia necesita ritmo. Léela en alto para ti. Si no produce un poco de magia, falta algo”. Helen Dunmore: “2. Escucha lo que has escrito. Un mal ritmo en un pasaje de diálogo puede indicar que aún no has entendido lo suficientemente bien a los personajes para escribir en sus voces”, y “4. Relee, reescribe, relee, reescribe. Si sigue sin funcionar, tíralo. Es una sensación agradable, y no debieras saturarte con los cadáveres de los poemas y las historias que tienen de todo excepto la vida que necesitan”. Diana Athill: “1. Léelo en alto para ti porque es la única manera de asegurar que los ritmos de las frases son correctos (los ritmos de la prosa son demasiado complejos y sutiles de elaborar, y solo se pueden hacer bien de oído)”.
Aunque no siempre en voz alta, la relectura es una norma que varios recetan. Vizinczey: “Una vez que he escrito mi relato, a mano y a máquina, lo leo y encuentro que la mayor parte de lo escrito es: a) confuso, o b) inexacto, o c) tedioso, o d) sencillamente no puede ser verídico. Así, utilizo el borrador mecanografiado como una especie de informe crítico de lo que he imaginado y vuelvo a soñar mejor toda la escena”. Javier Cercas: “Léelo todo, relee solo lo más íntimo (pero relee mucho), escribe lo que te salga de las entrañas –por decirlo con una palabra distinguida–, y publica solo lo que no puedas no publicar. A menos que hayas decidido suicidarte o te hayas perdido por completo el respeto a ti mismo o los acreedores te amenacen con la cárcel o el potro de tortura, no tengas prisa por publicar”. Zadie Smith: “2. Intenta leer tu propio trabajo como si lo leyera un extraño, o incluso mejor, como lo haría un enemigo”.
16. Hibernación
El sentido de la hibernación es buscar un distanciamiento entre el autor y el texto, dejar que el tiempo trabaje contra el texto y ayude a depurarlo.
Oigamos el argumento de autoridad de Chéjov: “Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado” .
Leonardo Rossiello repite la norma como la cuarta de su decálogo: “El trabajo de cajón suele ser descuidado o subestimado. Esto es peligroso. Trabajo de cajón es escribir, reescribir, pulir y corregir rabiosamente un texto, y cuando creamos que es inmejorable recordemos que está mejorable, metámoslo en un cajón y no lo saquemos de allí hasta que hayan pasado varios meses, para entonces sí, con nuevos ojos, darle, ojalá, la redacción definitiva. Hasta que no se publique, un texto nunca ‘es’; siempre ‘está’ ”.
La regla es vieja. Oigamos a Horacio: “Si algún día escribieras algo, ponlo en los oídos del crítico Mecio, de tu padre y míos, ocúltalo ocho años manteniendo en tu casa bien cerrado el papiro; podrás destruir lo que no has publicado, pero una palabra dicha no vuelve”.
17. Lo que llaman estilo
Hubo épocas en las cuales la noción de estilo era distinta de la que hoy predomina, y la medida de calidad de la escritura era su oscuridad, su retorcimiento, útil porque aguza la mente y placentero porque, según Góngora, “como el fin del entendimiento es hacer presa en verdades, en tanto quedará más deleitado en cuanto, obligándolo a la especulación por la oscuridad de la obra, fueran hallados debajo de las sombras de la oscuridad asimilaciones a su concepto”. Más tarde Gracián dirá que “la verdad, cuanto más dificultosa, es más agradable”. Y luego, en el Oráculo manual: “Amaga misterio en todo; la arcanidad provoca veneración; aun en el darse a entender se ha de huir de la llaneza”. Lo impresionante de estos mandamientos es que no solo llegaron a determinar el modo de escribir poesía, sino que a lo largo del siglo XVII se colaron entre los predicadores y, en últimas, en el habla común, primero en la corte y después entre toda la gente. Lope de Vega llamó la atención de esta extravagancia común en los más jóvenes:
Conjúrote, demonio culterano
que salgas de este mozo miserable…
que le des libertad para que hable
en su nativo idioma castellano.
A pesar de que no faltan quienes crean en la dificultad per se, como Juan Goytisolo (“dar algo consabido y previsible es tratar al lector con desprecio. La literatura difícil es la muestra de respeto a un público inteligente. No busco un mayor número de lectores, sino de relectores, porque el buen texto literario es el que te obliga a volver a él”), en nuestros tiempos predomina el llamado al no estilo, a la llaneza. Acaso la más característica noción actual del estilo se debe a David Hare: “3. El estilo es el arte de quitarte de en medio, no de colocarte ahí”. Y Ana María Matute, en su “Decálogo del escritor”, vuelve al elogio que hacía Lope de Vega de la difícil facilidad: “Escribir es muy difícil, sobre todo hacerlo de forma sencilla”. Cocteau lo dijo así: “Que con lo fácil que parece no se note el trabajo que nos costó”.
Desde hace más de dos siglos, desde el prólogo de las Baladas líricas, es una constante la insistencia en olvidarse del tono declamatorio, del retorcimiento verbal, de la imagen barroca, aunque no faltan las disidencias lezamalimescas. Después de los excesos neoclásicos y de la rigidez del Arte poética de Boileau, Wordsworth refresca el aire con propuestas renovadoras en beneficio del placer de la lectura: “El objetivo principal que yo me propuse en estos poemas fue escoger hechos y situaciones de la vida cotidiana y relatarlos o describirlos todos, hasta donde fuera posible, mediante una selección del lenguaje que la gente utiliza en la vida real y, al mismo tiempo, impregnarlos de un cierto toque de imaginación. Por lo tanto, dicho lenguaje, al provenir de experiencias y emociones que se repiten con regularidad, es mucho más permanente y mucho más filosófico que el que a menudo utilizan los poetas, los cuales piensan que se honran a sí mismos y a su arte en la misma proporción en la que se alejan de la comprensión de la gente”.
Ciento setenta y dos años después, otro poeta, Rafael Cadenas, manifiesta que a lo que aspira es a una “soberanía de lo sencillo, lo natural, lo que está ahí, todo lo cual es, al mismo tiempo, el misterio”. Rafael Cadenas se sitúa: “Estoy lejos del poema como cosa de arte”, y halla que “la poesía moderna tiende a convertirse en un corpus hermético. Se hace para un círculo de iniciados; por los poetas para los poetas. Forman un pequeño ouroboros. Los poetas, al decir de Cocteau, son ‘mandarines que se susurran secretos al oído’. ¿Qué ha pasado? ¿Se trata de un fatum histórico? ¿Es un tremendo desvío?”. Más adelante responde a esta pregunta de manera concluyente: “¡Cuántos espejismos engendra el pequeño ouroboros de los poetas condenados a escribir para poetas!”.
18. El lector
Algunos decálogos recomiendan no escribir para el lector. Quiroga lo dice muy sabiamente: “VIII. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento”.
Javier Cercas también cree que no hay que escribir para nadie, excepto para un Dios implacable: “Segundo, no escribas para tu madre. Ni para tu padre. Ni para tu novia. No escribas para tus amigos. No escribas para tus enemigos (sobre todo no los odies: el odio, lo dijo Michael Corleone, no te permite juzgarlos). Ni se te ocurra escribir para los críticos. Ni para los editores ni para los agentes ni por supuesto para esa abstracción llamada lector, que, como su propio nombre indica, no existe. Ni siquiera escribas para ti mismo. Escribe para un Dios implacablemente omnisciente, que sabe incluso cuando estás tratando de engañarlo. Y entonces se ríe con una carcajada horripilante”.
Ese Dios puede ser la posteridad, solo que aquello que Cercas aconseja con toda seriedad, Monterroso lo toma en solfa: “2. No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad. La posteridad siempre hace justicia”.
Cuando Monterroso habla en serio, sin abandonar su hilaridad, dedica tres mandamientos a los lectores: “10. Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él. 11. No olvides los sentimientos de los lectores. 12. Entre mejor escribas, más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular”.
Descorazonadora, Joyce Carol Oates advierte esta ley física: “1. No intentes imaginarte un ‘lector ideal’ –puede haber uno, pero él o ella está leyendo a otro–”. Algo parecido dice Chéjov: “Olvida a tu auditorio general. Primero, ese auditorio anónimo y sin rostro te atemorizará terriblemente y, segundo, a diferencia del teatro, ese auditorio no existe. Al escribir, tu auditorio es un lector único; he descubierto que a veces resulta útil escoger a una persona: una persona real a la que conoces o una persona imaginaria, y escribir dirigiéndose a ella. Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada”.
Juan Carlos Onetti habla del lector en dos de sus mandamientos: “II. No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste solo se asusta cuando le amenazan el bolsillo. III. No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda”.
En sus “Advertencias de un escritor”, García Márquez dice tres cosas en las que toma en cuenta al lector: “4. Es más fácil atrapar un conejo que un lector”, “6. Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo”, y “7. No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo”.
Y en sus “Ocho reglas para escribir ficción”, Kurt Vonnegut proporciona dos muy útiles relacionadas con el lector: “2. Dale al lector al menos un personaje con el que se pueda identificar”, y “8. Dale a tus lectores toda la información posible lo más rápido que puedas. Para mantener el suspense al diablo con el suspense. Los lectores deben tener una idea general de lo que está pasando, cómo y por qué, de modo que puedan acabar la historia ellos mismos; las cucarachas pueden comerse las últimas páginas”.
Sarah Waters es contundente, utilitaria (y útil): “4. Escribir ficción no es una ‘autoexpresión’ o ‘terapia’. Las novelas son para los lectores, y escribirlas quiere decir la construcción desinteresada, elaborada y paciente de los efectos. Pienso en mis novelas como viajes en atracciones de feria: mi trabajo es asegurar al lector en su coche al comienzo del capítulo uno, y después rodarlo y moverlo a toda velocidad por las escenas y las sorpresas, en una ruta cuidadosamente planeada, a un ritmo de fina ingeniería”.
El primer poema de Las flores del mal se dirige al lector, es más se llama “Al lector” y deriva parte de su celebridad en que es allí donde Baudelaire dice: “Hipócrita lector, mi prójimo, ¡mi hermano!”.
19. El éxito y los colegas
Guy Roques, el autor de “Los diez mandamientos del escritor de pesca”, define los límites éticos del asunto con tres prohibiciones en un solo mandamiento: “5. No busques la notoriedad ni sigas las modas ni aceptes compromisos esperando conseguirla”. Y Javier Cercas autoriza solamente una clase de éxito: “Primero, recuerda que la única forma posible de éxito consiste en escribir el mejor libro que puedes escribir, ese libro que antes de terminar de escribir ni siquiera imaginabas que podías llegar a escribir. No busques ninguna otra forma de éxito: que sea ella la que te busque a ti. Si te pilla, no tengas miedo y haz como si no pasara nada”.
En todo caso, el éxito no es el objetivo, como lo proclama graciosamente Augusto Monterroso: “7. No persigas el éxito. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan”. Marcelo Birmajer termina así su “Decálogo del escritor sarcástico”: “10. No abandone a su esposa por una más joven luego de su primer éxito. Espere al menos dos o tres éxitos, no sea cosa de que tenga que volver corriendo”.
El único que aconseja cercanía con ciertos colegas escritores es Hemingway: “4. Frecuenta el trato de los escritores consagrados”. Los demás, cuando se refieren al tema, poco más bien, es para desaconsejar la cercanía social con los otros escritores. Zadie Smith: “6. Evita las camarillas, las bandas, los grupos. La presencia de las multitudes no te hará mejor escritor de lo que eres”.
Párrafo aparte merece un Chéjov demoledor: “No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones –sean intelectuales o campesinos–; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos”.
En dos decálogos figura una prevención para los escritores de provincia ante el riesgo de dejarse seducir por los falsos brillos de las metrópolis y los viajes. El irlandés Colm Tóibín es lacónico al respecto: “9. No vayas a Londres. 10. No vayas a cualquier lugar tampoco”. Stephen Vizinczey se extiende sobre el tema en su octavo mandamiento: “No adorarás Londres-Nueva York-París. Conozco a menudo aspirantes a escritores de lugares apartados que creen que en las capitales de los medios de comunicación tienen sobre el arte alguna información interna especial que ellos no poseen. Leen las páginas de críticas literarias, ven en televisión programas sobre arte para averiguar qué es importante, qué es el arte en realidad, qué debería preocupar a los intelectuales. El provinciano suele ser una persona inteligente y dotada que acaba por adoptar la idea de algún periodista o académico de mucha labia sobre lo que constituye la excelencia literaria, y traiciona su talento imitando a retrasados mentales que solo tienen talento para menospreciar. Conozco a un destacado crítico de Nueva York que no ha leído nunca a Tolstói, y además está orgulloso de ello. No hay que perder el tiempo, por tanto, preocupándote por lo que está de moda, por el tema idóneo, el estilo idóneo o qué clase de cosas gana los premios. Cualquier persona que haya tenido éxito en literatura lo ha conseguido en sus propios términos”.
20. Contra los decálogos
Resulta que muchos de los autores de decálogos no creen en los decálogos. Entre los que se refieren al tema, la única medio tolerante con estas prescripciones es Sarah Waters: “10. El talento lo puede todo. Si eres realmente un gran escritor, no te hace falta aplicar ninguna de estas reglas. Si James Baldwin hubiese sentido que necesitaba aumentar un poco el ritmo, nunca habría logrado la extensa intensidad lírica de La habitación de Giovanni. Sin la prosa ‘sobreescrita’, no tendríamos la exuberancia lingüística de un Dickens o una Angela Carter. Si todos fuesen económicos con sus personajes, no habría Wolf Hall... Para el resto de nosotros, sin embargo, las reglas son importantes. Y, de modo crucial, solo entendiendo para qué son y cómo funcionan puedes empezar a experimentar rompiéndolas”.
Todos los demás decalogadores son abiertos opositores a lo que hacen, es decir, a los decálogos. Enseguida va una seguidilla de mandamientos de varios legisladores anarquistas: Monterroso: “11. Desconfía de los decálogos de diez puntos. Más aún: desconfía de los decálogos”. Javier Cercas: “Décimo, recuerda (este mandamiento es el último, pero debería ser el primero) no hacer caso jamás de ningún decálogo. Empezando por éste y acabando por el que tú mismo establezcas el día que un periódico decida que eres un escritor de éxito y te entreviste para que improvises un decálogo del escritor de éxito”. Orwell: “Rómpase cualquiera de estas reglas en cuanto den como resultado una expresión extraña”.
Bien merece citarse el “Decálogo del cuentista” del inigualable Julio Ramón Ribeyro: “La observación de este decálogo, como es de suponer, no garantiza la escritura de un buen cuento. Lo más aconsejable es transgredirlo regularmente, como yo mismo he hecho. O aún mejor: inventar un nuevo decálogo”.
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