Decálogo
para entender este país
Hernando
Gómez Buendía
Un
poco juguetonamente, el director de El Malpensante nos invitó a
hilvanar un decálogo (“que puede ser de siete o de cinco o de doce
mandamientos”) sobre algún arte u oficio que uno conozca bien.
Esto me hizo notar que no tengo arte ni destreza alguna, y que mi
único oficio a lo largo de los años ha sido el de tratar de
entender este país.
No
estoy seguro de haber entendido algo, pero sí estoy seguro de que el
oficio ha sido interesante. Tampoco estoy seguro de que mi “decálogo”
contenga diez (o siete o cinco o doce) verdades verdaderas, y puede
ser que la (mala) memoria me haya escondido algunas de mis favoritas.
Es más: sospecho que no son diez (ni siete, cinco o doce) sino una o
dos verdades que me rondan y me esquivan cada vez que pretendo
redondearlas. Pero ahí va mi decálogo:
Uno.
Tenemos más geografía que historia. No sé si Hegel fue el que dijo
esto refiriéndose a América, pero a mí me parece que Colombia es
el fruto de una topografía accidentada y dispersa que aún después
de siglos no encuentra su camino. Tenemos muchos más paisajes que
país: en esta variedad radica nuestra fuerza y de esta fragmentación
arranca nuestra debilidad. Como dicen las agencias de turismo, somos
“un país de regiones” que nos hace pintorescos, pero no somos
una nación –o cuando más, como Frank Safford escribió
bellamente, somos “una nación a pesar de sí misma”–. Más
territorio que Estado y más Estado que nación, Colombia no logra
acomodarse a lo que es, y por eso nuestra historia es una turbulencia
prolongada.
Dos.
Las dos Colombias. Acaballada sobre esa geografía, hay una
esquizofrenia entre dos sociedades que chocan y se empujan y se
enredan en una competencia en la que a veces uno sueña que ganará
la una y a veces se resigna a que ganó la otra. Para decirlo sin
mucha elegancia, hay un lati-narco-cliento-violento país que domina
regiones, permea culturas y controla pedazos del Estado (e incluso
llega a veces a controlar el Estado), y hay el país
moderno-postmoderno que existe o que se asoma en las ciudades, en las
universidades o en la Constitución de 1991. Del empate por rounds
entre estos dos proyectos de nación, resulta, creo yo, la
turbulencia singularmente intensa que ha sido nuestra historia en
estos años.
Tres.
Toda noticia es vieja. Para mí, que dirijo una (excelente) revista
de actualidad sobre un país turbulento, suena un poco descarado
admitir que leo apenas los titulares de prensa, no veo televisión ni
prendo el radio. Y es porque hace tiempo descubrí que “en este
país”, donde los periodistas dicen que pasan tantas cosas, en
realidad no pasa casi nada –nada distinto de que las dos Colombias
siguen empatadas–. Los nombres propios cambian (y a veces ni
siquiera), pero no cambian la masacre o el desfalco o el debate o el
invierno o los congresistas o las declaraciones oficiales que se
mantienen frescas porque las causas de todas esas cosas se mantienen.
Cuatro.
Siempre se arregla el problema que no era. Pegado del anterior (a lo
mejor no cuenta como otro), este cuarto mandamiento alude a la
asombrosa capacidad de nuestra clase dirigente para tomar medidas que
resuelven un problema distinto del que dicen que querían resolver. Y
es porque si uno los mira de cerquita, los remedios jamás
corresponden a la enfermedad: la Ley de Justicia y Paz no buscaba la
justicia ni la paz, sino apenas resolver el problema que sabemos; las
“locomotoras” del gobierno Santos no prenden o vienen en
contravía, pero en el mundo de hoy no queda otro camino que atraer
las multinacionales mineras; los impuestos de los ricos se los cobran
a los pobres, y así, como quien dice ad infinitum.
En
su versión desinflada, este mandamiento dice que la solución no
soluciona el problema. Me llevaría tomos demostrar este aserto, pero
a vuelo de pájaro lo ilustro con las n reformas políticas que han
erradicado la corrupción y el clientelismo, con las n 1 guerras
integrales y diálogos de paz que alternativamente ni acaban la
guerra ni logran la paz, o con los n 2 planes nacionales de
desarrollo que no nos sacan del subdesarrollo.
Cinco.
Lo que se llama “política” son elecciones apenas. No sé si
usted es de derecha, de izquierda o de ninguna parte, pero tal vez
concordará conmigo en que los grandes problemas que tenemos son la
pobreza, la violencia y el narco. La política consiste en debatir y
escoger soluciones a los grandes problemas nacionales, pero en
Colombia no se habla de alternativas respecto de la droga, nos
estamos matando sin saber por qué y los pobres votan por los mismos
candidatos que los ricos. O sea que no existe la política o que
nuestra “política” silencia los problemas. Aunque eso sí,
existen muchas elecciones, y cada cuatro años todos cambian pero no
cambia nada.
Seis.
Un colombiano es muy vivo, dos colombianos muy bobos. Tenemos grandes
futbolistas pero nunca ganamos los partidos. No nos varamos nunca,
pero nunca logramos que funcionen las cosas colectivas. Somos
famosamente recursivos y tenaces, pero no nos agrupamos ni sumamos.
De aquí nace la vitalidad insaciable de Colombia –sus regiones,
sus talentos, sus migrantes, sus historias– y de aquí nacen los
dolores de Colombia –su violencia, su ilegalidad, su corrupción,
su no futuro–. Existen la carrera personal a empujones, el sálvese
quien pueda, el poder del más fuerte o el más vivo, la
lealtad-complicidad con los cercanos y el familismo amoral, pero no
existen el sentido de lo público ni el respeto por lo público. De
este sexto (y más sexy) mandamiento podría desgajar otros más que
le pisan los talones y que tal vez el purista llamaría “corolarios”.
Siete
–o seis (a)–. Los que se llaman “derechos” son favores.
Gozamos de un Estado social de derecho y de la lista más larga de
derechos del planeta. Pero vaya usted a conseguir un trabajo o un
ascenso o un subsidio o un amparo policial sin tener un conocido, una
palanca o una propina para que vea lo que es bonito.
Ocho
–o seis (b)–. En Colombia hay que ser muy rico o muy peligroso
para que a uno no lo jodan. Esta fórmula apodíctica no es mía sino
de un sicario de Medellín, que leí en alguna parte y que sin duda
califica para un Nobel.
Nueve
(creo). Aquí las leyes se cumplen para violar la ley. Hasta los
ateos saben que Colombia es un país de leyes (leí que hay un inciso
vigente por cada dos habitantes) y que el santanderismo es el deporte
nacional. Pero resulta que los trámites y documentos legales en
realidad son medidas de precaución para violar la ley sin que a uno
lo puedan condenar. Por eso los grandes pícaros tienen sus mil
comprobantes, por eso se necesita baquiano para una declaración de
renta, o por eso el Congreso es una selva de micos.
Diez.
Como me queda apenas un cartucho, apuntaré en otra dirección: cada
quien en Colombia tiene derecho a sus propios hechos. No me refiero a
hechos complicados, indemostrables o dudosos en sí mismos, sino a
los hechos sencillos de la vida cotidiana y sobre los cuales podemos
conversar (o en ausencia de los cuales no es posible conversar). Pues
sucede que las “opiniones” de políticos, columnistas y demás
“formadores de opinión” consisten en escoger la mitad de los
hechos que les sirve e ignorar la mitad que no les sirve o que tiende
a contradecir su opinión. Esta manía es la base de la polarización
que solemos confundir con el debate propio de una democracia (unos
por ejemplo ven que con Uribe bajaron los homicidios y otros ven que
abundaron los falsos positivos).
Pero
la cosa no se queda ahí: esa manía de desdeñar los hechos nos pone
en las antípodas de la ciencia e incluso del pragmatismo que es la
marca y la brújula del “progreso”, tal como se entiende en la
aldea global.
Empecé
a escribir pensando que no llenaría una columna y ahora veo que me
alargo demasiado. Debí tal vez seguir el mandamiento de Atahualpa
Yupanqui según el cual debes hablar poco porque no abundan las
verdades.
Aparte tomado de:
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