Los diez mandamientos de la escritura
POR LILIANA HEKER
1) Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil
esperar el instante perfecto en que todos
los problemas han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de
escribir: ese instante no existe. En general, uno se sienta a escribir
venciendo cierta resistencia —salir del estado de ocio no es natural—, uno
oficia ciertos ritos dilatorios, uno por fin, con cierta cautela, escribe. Y en
algún momento uno tal vez descubre que está sumergido hasta los pelos, que
todos los problemas han desaparecido, y
que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.
2) La primera versión de un texto es sólo un mal necesario.
Suele estar bien lejos de aquello completo e intenso que uno difusamente ha
concebido. Corregir no es otra cosa que ir encontrando a Moisés dentro del
bloque de mármol.
3) En literatura no existen sinónimos ni equivalencias: no es
lo mismo un rostro, que una cara, que una jeta, “Dijo que estaba harto” no
equivale a “—Estoy harto — dijo”. Aferrarse a una frase o una palabra
simplemente porque ha salido así del alma, es por lo menos un riesgo: el alma,
a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Poe cuenta que,
durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal
parlante para que repitiera un leit motiv al final de cada estrofa. Y
naturalmente el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene
sacrificar al loro.
4) Ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en
literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas
veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al texto buscado: ese es el
verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar.
5) Cuando se escribe, no hay que tenerles miedo a los
sentimientos, pero tampoco hay que tenerle miedo a la lucidez. Uno tiene tan
pocas cualidades que no veo razón para que se despoje de alguna de ellas para
hacer literatura.
6) La realidad proporciona buenas situaciones pero no
construye obras artísticas. Tajear un hecho, distorsionarlo, cambiarle o
anularle alguna pieza, son atribuciones que un autor de ficciones puede tomarse
sin ninguna culpa. No es al acontecimiento real al que debe serle fiel sino a
la luz secreta que él descubrió en ese acontecimiento y lo tentó a escribir.
7) No hay que empezar un cuento si no se sabe cómo va a
terminar. Se corre el riesgo de ir de acá para allá, sin ton ni son, esperando
que el final caiga del cielo. Los buenos finales no suelen tener origen
celestial: aunque no se lo note, vienen mandados desde la primera frase.
8) Una novela requiere una escritura y una estructura
rigurosas como las de un cuento. Si tiene páginas grises, esos grises deben
estar tan cargados de tensión como lo están en el Guernica, de Picasso. Si no,
son meramente un plomo.
9) La inspiración no existe; en eso se parece a las brujas.
Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está
escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa que debe
tener, uno puede llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo
mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, solo que no
hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre
el riesgo de no escribir más que una página en toda la vida.
10) Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a
dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es
uno mismo que a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va
permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.
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