ANTOLOGIA DE DECALOGOS LITERARIOS

"Los Diez Mandamientos, considerados útiles reglas morales para vivir en sociedad, tienen un excelente uso literario. El escritor, al contar sus historias, debería hacer que sus personajes violen constantemente estos mandamientos, en conjunto o por partes. Mientras alguien robe, mate, mienta, fornique, blasfeme o desee a la mujer del prójimo tendremos un conflicto y en consecuencia una historia que contar. Por el contrario, si sus personajes se portan bien, no sucederá nada: todo será aburridísimo."
Fernando Ampuero


Uno de los más interesantes y que recoge más sabiduría, tiene un solo postulado. Se lo leí a Alejandro Quintana y dice:

"Porque en realidad ya se ha contado todo; lo novedoso es contarlo de forma interesante".

Es muy común que los escritores, cuando gozan de cierto reconocimiento, decidan organizar sus ideas en forma de recomendaciones que suelen enumerar en listas, generalmente en forma de decálogos, muy a manera de configurar una suerte de "Tablas de la Ley"o de "Diez Mandamientos" , en los que pontifican,-con razón o sin ella, en concordancia con su prestigio y sabiduría o apenas haciendo gala de una vana pretensión un tanto ególatra- sobre sus verdades decantadas acerca del oficio de escribir.

Unos condensan verdaderas sentencias, otras son apenas esbozos que naufragan en su propia babosería; unos son un compendio de ingenio, otros verdaderos destellos de humor, mientras algunos apenas sí resbalan como peligroso chascarrillo en el reino del lugar común.

De todas maneras, en esta página recopilamos algunos de ellos, como elemento para el análisis y estudio de los interesados en el ejercicio de escribir. Muy recomendado para aprendices y aficionados, para lectores desprevenidos, para alumnos de talleres literarios y para todos los que se deleitan del bello arte de la Literatura.

Al final citamos los más ingeniosos, clásicos, reconocidos o polémicos.

Lo que comenzó como un divertimento, pasó a ser una disciplina que permite enriquecer la teoría de la creación literaria, en la voz de los maestros. La idea original parte de la página www.emiliorestrepo.blogspot.com
Comentarios y aportes, favor remitirlos a emiliorestrepo@gmail.com

sábado, 2 de mayo de 2020

Boom del taller literario - En busca del decálogo creativo

La proliferación de talleres provoca una pregunta clave: ¿cómo se escriben y corrigen una novela o un cuento? Reflexiones sobre dos géneros siempre ávidos de renovarse.

   



ClarínREVISTA Ñ



La primera obviedad es una paradoja: escribir es aprender a corregir, desde luego, pero en ese trance de corregirse un autor entra consigo mismo en relaciones contractuales que no controla y lo subyugan. Por eso, por conveniencia, no sirve olvidar que repetidas veces lo mejor de sí es lo involuntario, lo accidental, la clase de frase que no sabe de dónde llega –suelen tener parecido ritmo y tono– y que con suerte va conformando una familia que circunscribe la particularidad de su estilo.

Lo cierto es que cuando mejor se piensa es cuando se borra. No sin antes poner a prueba, de los modos más diversos, algún defecto insistente, con el fin de usufructuar el secreto de su doblez. Parece absurdo, pero iguales errores generan ideas distintas (y errores distintos pueden derivar en idénticas ideas).

Pueden presentarse debilidades extraordinarias en una oración. Y al revisar es fructífero aproximarse con la idea –no muy desacertada– de que cada oración que se ha escrito contiene una equivocación. Es factible que esa sola hipótesis origine más de una enmienda. O desde otro ángulo: cada oración esconde una omisión, es decir una oportunidad, al menos una, sobre todo cuando se corrige a mano, en papel. (Tachando, un escritor puede llegar a sentirse el novelista perfecto).

Una variante de lo extraño en literatura es la relación con el trabajo propio. Acaso la tarea de un escritor consista en convertir ese enigma que es para él su obra en un enigma para otro, con la intervención justa de su voluntad. En el camino se dan sorpresas: de pronto un texto se olvida de lo que venía siendo y sobrevienen hallazgos.

Aconsejable es confiar –como en poesía– en los lances del montaje, en los asombros que deparan las contigüidades fortuitas. El problema de una frase no es (sólo) su resolución, sino su ubicación. El salto es otra forma de transición, más arriesgada, invariablemente fecunda. Y es dable creer que lo elíptico –por sí solo– vuelve a un texto más interesante, y que si se domina el arte de la transición se lo domina casi todo.

Se aprende a escribir ficción en la medida que se aprende a sacrificar. Como es imposible e inútil contarlo todo, un relato concede lagunas que lo nutren forzosamente. Otra obviedad insuficientemente subrayada: si no se saben conjugar todos los tiempos verbales transitables no puede accederse a ciertas venas y vías de la memoria.

La línea entre lo apenas escrito y lo bien escrito, y entre éste y lo muy bien escrito, es muy delgada, comparable a grandes rasgos al momento en que un especialista, frente a dos cuadros abstractos, califica de excelente a uno y al otro de mediocridad.

Es saludable, mientras tanto, resignarse al alivio de saber que nunca podrá escribirse un libro impoluto, tener asumido que cada uno se ridiculiza de acuerdo con sus propias capacidades. Cada escritor elige sus propios excesos (y apuesta a su poder de persuasión). Encaminarse hacia la perfección y la imperfección simultáneamente no son sendas contradictorias. La tutelada arbitrariedad de lo que se cuenta va creando su propia credibilidad y autoridad. Otra manera de decir que cada estilo impone su propia verosimilitud (o fracasa en el intento).

Antes que nada, un factor indispensable: la disposición (en sus callados y múltiples usos y sentidos). Una vez conquistada esa cima, el repertorio de trucos es variado y el mago debe esconder la mano. Una vez embarcados, en ciertos casos es mejor preservar al narrador replegándolo ligeramente; que no se lo note excesivamente consciente de la obra en curso. Es como si se propusiera un acertijo que es un ejercicio: de qué modo consigue un escritor permanecer inaccesible en su novela. Sin ignorar que entre narrador y protagonista se produce un carteo, un intercambio clandestino que establece una reticencia, unas reglas y límites que sería riesgoso trasponer.

El personaje sí debería ser consciente de sí mismo, y reaccionar en consecuencia. Piensa todo el tiempo, digamos, no sólo cuando el escritor decide que reaccione. A diferencia del autor, nunca se ausenta de su libro. Lo mínimo –el acto casi imperceptible– es a todas luces lo más creíble, y resulta lo más difícil de consignar. Cuanto menos parezca que algo va a suceder, más atento hay que estar –durante la escritura– a los pequeños acontecimientos admisibles. Y en igual medida a los sonidos que hace un personaje o incluso a sus esfuerzos por pasar desapercibido.

Retratar a alguien solo en una habitación es una de las grandes pruebas: crear interés limitándose a acciones simples, levemente misteriosas, eludiendo descripciones ostentosamente líricas para que no parezca que el escritor se niega a salir de cuadro. Este tiene vedado explicarle al lector su pudor hacia tal o cual personaje, o los pudores de un personaje hacia otro. Esos márgenes de silencio crean una reserva, y se capta o no, como frente a una pintura. Es sabido, de paso, que un buen personaje disimula las fallas de una novela y cualquier lector puede corroborar que una criatura se vuelve más cautivante cuando idealiza puntillosamente a otra.

Atribuyéndole a un sujeto una impresión, el narrador se permite poner en juego o en escena un defecto que presiente en la novela, con el fin de diluirla: “Ciertamente, a Satz le resultó inverosímil que pudiera ocurrir semejante cosa...”. Siempre acatando el dogma laico de la sucesión: una cosa a la vez.

Intuiciones exóticas en un personaje siempre son útiles, sugerentes, y la figura excéntrica funciona como un rentable comodín. No hace falta, mientras tanto, que un personaje hable mucho con otro para que se instaure una relación intensa. En cualquier caso, es práctico escribir un diálogo como empezado, como si el testigo (la cámara) hubiera llegado apenas tarde.

Por su parte, la entrada, desplazamiento y salida de protagonistas puede aprenderse tomando debida nota, por ejemplo, del cine de Jacques Tati, maestro mayor de obras coreográficas. Es el detalle de un detalle lo que hace avanzar una narración y lo que a un instante puede volverlo memorable. Si se apuesta por el detalle es más difícil equivocarse y sólo con más particularidades puede incorporarse a un relato lo que no tiene (lo que lo hará, con suerte, único).

Un matiz elimina la gratuidad –de una escena– y aquí uno se adentra en terreno pantanoso: lo delicadamente gratuito versus lo vacuamente virtuoso. ¿La peluca de qué juez dictamina lo que pertenece a un libro o no, de un lado lo imprescindible y del otro lo presuntamente accesorio? La captura de misterio –máximo trofeo codiciado– es, por su parte, un acertijo en sí mismo.

Un narrador a veces provoca desconcierto para obtener cierta fuerza. Y en más oportunidades de las que se cree, es preferible confiar en lo que uno no comprende de lo que ha escrito. En ese terreno, llegado un momento de su relato, un autor puede descontrolarlo intencionadamente, arriesga echar todo a perder porque intuye que sólo violentándola podrá aparecer lo mejor de la obra. Maravillosos prosistas –la poesía es otra historia– han escrito como si no hubieran entendido cuál era la consigna inicial, o la hubieran desobedecido paciente y sigilosamente.

En ocasiones funciona una astucia de artista conceptual: basta que el cuento se interrumpa un párrafo antes –se elimine el último párrafo del primer borrador– y el texto mejora de manera considerable. Conviene y no –según lo insinúe cada caso– dejarse tentar por los finales aparentes. Como sea, claramente cada narración es un modelo de procesos de percepción y hay verdades –a nivel técnico– que se aplican a un solo libro y a ningún otro. Por no hablar de ese escrupuloso milagro tan fácil de olvidar: la puntuación (la carta robada de la literatura).

En la escritura siempre se está donde decía Leibniz sobre el estado de las cosas, en el mejor de los mundos posibles. Uno no puede redactar o corregir mejor de lo que lo hace en cada momento. Es una ley que buscan incumplir los que no se conforman con redactar una novela sólo legible o un cuento convencional, los que persiguen cada vez una forma que inaugure su propio dibujo.

1 comentario:

Martacé dijo...

Excelente expodición, clara y muy valiosa para una aprendiz de escritora como yo. Gracias! Seguiré su página