Mi taller de escritura
Tomado de: https://www.elespectador.com/opinion/mi-taller-de-escritura/
El Espectador 22 de enero de 2021
El oficio de enseñar es una tentación magnética. Enseñar literatura, por ejemplo, nos permite imponerle al estudiante nuestra antología personal, los autores que nos son más caros, y arriesgarnos en las arenas movedizas de la teoría, los géneros y las etiquetas, esas comodidades académicas que no debemos despreciar… ni tomarlas muy a pecho. Tratar de separar prosa y poesía, digamos, es absurdo; pero es innegable que “algo” esencial (no me pregunten qué) separa al verso de la prosa.
Dócil a la tentación, dirijo un taller de literatura online. El pénsum reúne mis amores prosaicos: el cuento, la crónica, el ensayo de divulgación y la crítica literaria. Para que lidie con los secretos del verso, una de las tantas cosas que la vida me ha negado, invité a la poeta Betsimar Sepúlveda, un poema ella misma, una criatura cuyas clases guardan un equilibrio perfecto entre el sonido y el sentido, como sus poemas. Las clases de Betsimar están atravesadas por las artes y la filosofía; las mías, por la ciencia y la política.
El cuento es una forma sintética y esencial cuyo protagonista es el argumento. Solo obedece tres reglas: no soporta mucha poesía, no soporta mucha reflexión y exige tensión en dosis altas. Lo estudiamos porque huele a mil y una noches y sabe a perniles dorados al fuego bajo la noche constelada de planetas.
Estudiamos la crónica porque es el más vital de los géneros periodísticos y salva del olvido al periódico de ayer. También, claro, porque “es un cuento que es verdad”. Si el periodismo es el minutero de la historia, la crónica es el alma del periodismo: lo suyo es el factor humano de la noticia.
Estudiamos el ensayo de divulgación porque es el mensajero de los sabios. Irresponsable, tiene licencia para conjeturar; leve, está libre de la pesadez del tratado. Lejos de la rigidez del óleo, el ensayo es grácil como un boceto y puede ser tan breve como un aforismo, el haikú del género.
Estudiamos la crítica literaria porque los necios la detestan, porque “jamás se le erigirá una estatua a un crítico” y porque es la materia de Poe, Borges y Wilde. O quizá porque no tiene que vérselas con la sucia realidad sino con su versión más decantada, la literatura.
Y estudiamos poesía para fracasar por lo alto: “Voz del pueblo, lengua de los elegidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, ostenta todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno. El poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!”.
En el fondo, mi taller es un centro de pensamiento con énfasis en literatura. Nos movemos en las interfaces: delirio-realidad, cuento-crónica, rigor-conjetura. Velamos para sacarle jugo a ese viejo instrumento que nos tocó en suerte, la lengua española. Con una ingenuidad conmovedora, creemos que es posible frenar el avance de las hordas de los bárbaros con una barrera de música y palabras. De frágiles y eternas palabras.
Este año tengo el propósito de averiguar con los estudiantes por qué en los relatos (cuento, novela y drama) está mal visto el “mensaje” y los elementos de ficción son obligatorios, mientras que el ensayo y la poesía obedecen a una estética inversa: trabajan exclusivamente con la realidad y el “mensaje” está siempre presente y explícito.
Empezaremos clases el primer sábado de febrero del segundo año de la peste. El perfil que busco es simple: quiero estudiantes que sean muy buenos lectores y que tengan muchas, muchas ganas de escribir. Eso es todo.
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