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domingo, 10 de abril de 2016

¿Cómo lograron los escritores consagrados de hoy publicar su primera obra? Hablan los autores colombianos

¿Cómo lograron los escritores consagrados de hoy publicar su primera obra?
Hablan los autores colombianos

Domingo, Abril 10, 2016 | Autor: Santiago Cruz Hoyos
“El primer libro supone un cambio trascendental para la vida de un escritor. Es como si, de repente, una pieza del rompecabezas de la vida, del mundo incluso, hubiera cambiado de lugar. Ya nada vuelve a ser como antes.”

Jorge Franco lo explica así:

-Mi primer libro fue una recopilación de cuentos: ‘Maldito amor’. Se publicó en 1996 de manera accidental, cuando yo tenía 33 años. Ya había empezado a escribir desde antes y enviaba cuentos sueltos a concursos que después, con juicio, recopilé para darles una forma de libro. Aquel manuscrito lo envié al Premio Nacional de Narrativa Pedro Gómez Valderrama, y tuve la suerte de ganar. El premio era la publicación del libro, algo que por un lado era muy bueno, pero por otro te entregaban 700 ejemplares. De pronto me vi lleno de cajas y no sabía muy bien qué hacer con eso. Aquella situación me llevó a hacer un trabajo que no conocía pero del que aprendí mucho: el de distribuidor. Iba a los medios a dejar ejemplares para ver si lograba algún tipo de reseña y también iba a librerías. Porque ese primer libro era como un acto de confianza, un acto para empezar a creer en mí mismo. Fue a partir de ‘Maldito amor’ que tomé una decisión muy complicada, quizá una de las decisiones más importantes de mi vida: dedicarme de lleno a escribir, asumiendo todos los riesgos que eso conlleva”.

A Ricardo Silva Romero le sucedió algo similar. Su primer libro lo publicó cuando tenía 23 años, es decir hace 17. Se llama ‘Sobre la tela de una araña’ (Arango Editores) una recopilación de cuentos que se derivan del primero: el discurso de un profesor diciendo que se va a suicidar.

Cuando tuvo el libro en sus manos, Ricardo entendió que la literatura era el trabajo al que se quería dedicar. Porque escribir finalmente es eso, dice: un trabajo como cualquier otro. No un hobby para hacer en los tiempos muertos o un privilegio de unos cuantos. Escribir es como ir a la oficina, así el oficio se cargue de trascendencia, misticismo, musas que no son tan reales.

- Realmente lo importante de la primera obra es que compromete a un artista con su trabajo. Eso por un lado. Pero también con mi primera publicación descubrí algo más: no haberme quedado quieto, no haberme tragado los cuentos, o haberlos dejado en el computador, significó un gesto de agresión para muchas personas. Eso de publicar, aparecer, que alguien lo lea a uno, empieza a generar enemigos con los que uno no cuenta y que jamás habría imaginado que iba a contar. Cuando se imprimió ‘Sobre la tela de una araña’ algunos se atrevieron a cuestionar por qué me habían publicado, que si acaso era pariente de no sé quién, amigo de tal, o que tenía no sé qué influencia, entonces uno empieza a oír unas cosas que son imposibles de imaginar previamente y va cayendo en cuenta de que para escribir, también, hay que tener cuero”.

Julio César Londoño debió tener ese cuero incluso antes de publicar su primer libro, que desató una polémica. 19 años después lo recuerda con el humor certero de la voz madura.

-1997 es un año que no olvidaré. Mandé un libro de cuentos al concurso Jorge Isaacs de autores vallecaucanos con una fe infinita. En parte porque me creía un gran cuentista (Poe, Maupassant y yo, me repetía ante el espejo) y en parte porque había ganado el año anterior un concurso de cuento de ciencia-ficción en México. De manera que ganar en el Valle era pan comido... El resultado fue un golpe tan certero a mi ego que aún hoy trato de esquivarlo: no quedé ni entre los finalistas. Mi único consuelo era que nadie se iba a enterar, que sería una derrota secreta, una pena íntima.

Estaba equivocado. Uno de los jurados, Álvaro Burgos, alma maldita, sugirió a los organizadores que, además de los libros de los tres finalistas, se publicara el mío, ‘Sacrificio de dama’. La noticia salió en la prensa. Oficialmente yo, el triunfador de México, era cuarto en el Valle. Imposible imaginar una ignominia mayor. Pero ahí no paró mi desgracia. La noticia generó un pequeño escándalo local. Los otros dos jurados me acusaron de tráfico de influencias y a Álvaro de introducir un ‘mico’ en el fallo porque las bases del concurso solo ofrecían la publicación de los tres primeros. De modo que fui ante todos perdedor, cuarto y lagarto.

Sin embargo, fui a reclamar mis 300 ejemplares a la Gobernación del Valle. Calculé que ya estuvieran cayendo las sombras de la tarde sobre la plaza de San Francisco y agradecí al cielo que el trámite se surtiera en los sótanos, sin periodistas ni alfombra ni claros clarines. Pero cuando recibí las seis cajas no pude contenerme y destapé una ahí mismo. Al ver mi nombre en letras de imprenta sentí un corrientazo formidable. Fue como si Homero me estuviera pidiendo un autógrafo. Fue lindísimo. En ese instante olvidé que era el cuarto del concurso y fui el único, el sacerdote secreto del género. Entonces abracé mis cajas con una ternura inédita, las deposité con sumo cuidado en el baúl del diminuto Fiat de mi hermano José y me dije temblando: Gabo, Rulfo y yo…

El primer libro genera esa euforia única. Como el primer beso, quizá. Inolvidable, irrepetible. Solo sucede una vez. Tal emoción hizo que Santiago Gamboa dañara el borrador de su primer contrato con una editorial...

- Para un joven novelista inédito, lograr publicar un primer libro es como caer amarrado de pies y manos a la piscina de los tiburones. Pero es lo que uno anhela, lo que uno ardientemente desea. Antes de que ocurra parece imposible. Es un sueño inalcanzable, una utopía. Y de pronto ahí está el libro. Es extraño. En mi caso fue así: vivía en París y había terminado una novela llamada ‘Páginas de vuelta’. La presenté a varios editores españoles y colombianos y muchos la rechazaron. Hasta que la editorial Tusquets se interesó y me invitaron a Barcelona a discutir sobre el manuscrito, proponiendo infinitos cortes y reescrituras. Las hice y el proceso siguió adelante, cada vez más lento.

Pasaron los meses hasta que un buen día un novelista mexicano amigo, Antonio Sarabia, me ofreció llevar la novela a su editor colombiano, que era Moisés Melo, director de Norma Literatura. Moisés la leyó y me puso una cita en la Feria de Frankfurt de ese año (1994). Fui con el fotógrafo Daniel Mordzinski, quien también tenía un proyecto de primer libro. Moisés nos recibió por turnos en el stand de Norma. Era un hombre pausado y tímido, casi bíblico. Al salir no entendí muy bien si publicaría o no mi novela, pero al otro día me preguntó cuándo pensaba ir a Colombia para que firmáramos el contrato. Le dije que al mes siguiente (improvisé). Y un mes después estaba en las oficinas de Norma, leyendo un borrador de contrato que firmé con tanta fuerza que atravesé el papel con el esfero y parte de mi nombre quedó en el documento que estaba debajo. El libro salió en la Feria del Libro de Bogotá de 1995. Cuando me entregaron ese volumen pequeño de tapas azules me aferré a él con fuerza. Ahí estaba todo lo que yo era y había sido, y lo que anhelaba seguir siendo. Con frecuencia invoco a ese joven que en abril de 1995 caminaba solo y sin rumbo por la avenida El Dorado, cerca de la sede de Norma, sostenido por un libro.

La primera publicación es también una especie de amuleto para abrir caminos, trochas, hacer amigos. Sobre todo cuando se está en un país ajeno y sin un céntimo. Le sucedió a Pablo Montoya, que ahora cuenta la historia desde Envigado.

- Mi primer libro se llama ‘Cuentos de Niquía’ y lo publiqué en París. Había llegado a esa ciudad en 1993 con una flauta, un atril y un ramillete de partituras, un diploma de licenciado en letras, unas cuantas mudas de ropa y una carpeta con estos cuentos de violencia. Pero solo en 1996 pude reunir un dinero y pagarle a Efer Arocha, el director de Vericuetos, la revista y editorial que me ofreció su apoyo para que el libro saliera.

Con Arocha discutimos sobre la posibilidad de que los cuentos fueran en versión bilingüe. A mí me pareció excesivo que un joven escritor colombiano, completamente desconocido en Francia, sacara su ópera prima traducida. Pero Arocha insistió en que de este modo al libro lo leerían más personas. Durante unos meses, por tal razón, me reuní con Anne-Marie Denormandie, una amiga de Arocha, para colaborar en la traducción que ella habría de hacernos gratuitamente. No dudo en afirmar que Anne-Marie fue el primer humano francés, de carne y hueso, que me mostró la amabilidad, la hospitalidad, el humor y, sobre todo, la confianza de que mi escritura tenía cierta calidad.

Arocha me prometió el cielo y la tierra y me dijo que editaría el libro espléndidamente. Luego alegó costos y el resultado fue un humilde y feo librito de 126 páginas, con una carátula blanca en propalcote y letras verdes que con el tiempo se habrían de desleír. Pero fue mi primer libro y, pese a que es el trasunto de un atropellado aprendizaje, en donde respiran con rareza Rulfo y Kafka, responderé por él hasta que me muera. Con este libro fui abriéndome paso en el París y la Francia que me correspondieron.

Leí muchas veces sus cuentos, entre desolados y oníricos, en reuniones de latinoamericanos, en bares y bazares y eventos organizados por Amnistía Internacional, la Cimade, Vericuetos, la Universidad de Lyon y la asociación France-Colombie, entre otros.

Fue el inicio de mi carrera pública de escritor. El libro también lo presentó con generosidad y entusiasmo Julio Olaciregui, quien desde entonces ha sido uno de mis amigos más queridos. Recuerdo que luego, entre carcajadas y un brindis emocionado, Arocha me vaticinó grandes y futuros triunfos. Le pedí a este amigo entrañable que no exagerara y fuera mentiroso, pero era inevitable su optimismo. Todos, a esa altura de la celebración, estábamos en el mejor instante de la embriaguez...

Los escritores coinciden: uno de sus mejores días fue justamente cuando publicaron su ópera prima. Es una sensación tal vez equiparable con la de tener un hijo. De cierta manera un libro es como un hijo; se tienen cuando se está preparado para ello. Antes, sin embargo, se sufre. Melba Escobar sí que sufrió con los editores.

- Un par de años después de haber terminado la universidad, la muerte de mi padre me llevó a volcarme sobre la escritura para tratar de entender la ausencia, el dolor, pero también para traerlo de vuelta a través del recuerdo. Pasó algún tiempo y esas notas desordenadas fueron tomando una consistencia, hasta que un día entendí que ahí podía estar la semilla de una novela testimonial. Terminé de redondear el que se convirtió en mi primer proyecto literario, y después vino la titánica tarea de publicar.

La novela la presenté a cinco editoriales. Pasaron seis meses. Tres me rechazaron a través de una carta, un formato impersonal que claramente usan a diario en el que apenas cambian el nombre del encabezado.

Otra de las editoriales me dio cita. Era un joven de gafas presumido que se dedicó a ridiculizar mi trabajo y a hacerme preguntas difíciles sobre autores y libros. Me sentí en un examen para el que no me había presentado y que a juzgar por la sonrisa sardónica del editor con ínfulas de escritor, estaba reprobando. Al final, el petardo puso la cereza en el pastel al decirme que "jamás publicarían un libro como el mío". Habían pasado casi siete meses. Me sentía cansada.

Entonces me llamaron para otra cita. Tuve miedo, de verdad. La editorial estaba lanzando una colección de ‘jóvenes autores’. Digamos que yo podía clasificar raspando en esa idea de joven. Tenía 34 años. Les pareció que había hecho algo honesto. Dijeron honesto, dijeron bello, dijeron muy auténtico y distinto a la mayor parte de la producción literaria en Colombia.

También me explicaron que no pagaban anticipos a menos que sean autores de renombre, que el autor solo gana el 10% de cada libro vendido y que difícilmente vendería más de 300 ejemplares. Nada de eso me importó. Finalmente, ‘Duermevela’ estaría en las librerías y con eso un trabajo de tres años llegaría a su fin. Ese día fue uno de los más felices de mi vida. Después de todo, tal vez mi trabajo no era tan malo, pensé.

Han pasado casi seis años desde aquello. He publicado dos libros más desde entonces. Tengo dos columnas de opinión y colaboro con varios medios como periodista freelance. Me gusta mucho mi oficio y agradezco poderlo llevar a cabo. Entiendo lo difícil que es esta profesión, por eso soy una gran compradora de libros. Porque me gusta tenerlos, subrayarlos, comentarlos y prestarlos, y porque a mis amigos siempre les compro un libro pensando, bueno, son otros $4000 más para su paupérrima cuenta, que de cuatro mil en cuatro mil algo vamos sumando.

El primer libro, entonces, puede ser doloroso. Una herida, incluso. Y no solo por los editores. Encontrar la propia voz también implica sufrimiento, lacerarse. Le sucedió a Margarita García Robayo.

- Cuando llegué desde Colombia a Buenos Aires, uno de los trabajos que tenía era el de leer manuscritos en una editorial y elaborar informes de lectura para recomendar o no su publicación. Es un trabajo que parece entretenido, pero en realidad tienes que leer muchas cosas que no elegirías si no fuera un trabajo, y además es bastante mal pago. Pero suena bien cuando uno lo cuenta.

El caso es que aprovechando mi relación con la editorial (Planeta) les ofrecí un libro de cuentos en el que venía trabajando y les gustó. Fue, de alguna manera, el libro que más fácil publiqué. El anticipo que recibí fue bueno y la prensa fue generosa.

Debería estar orgullosa de ese libro, pero lo cierto es que no me gusta nada. Si pudiese negarlo, como a un exnovio, lo haría. Pero en ese libro está mi nombre y mi cara y, mal que me pese, cierta marca personal de escritura que creo –o quiero creer– se ha ido desdibujando para convertirse hoy en la constante búsqueda de mi voz.

Ese libro significó tirarme al agua, para bien y para mal: me aterró la exposición, me hirieron todas y cada una de las erratas; y todavía más dolorosos fueron los supuestos aciertos. Si puedo rescatar algo de ese momento fue que, a partir de ahí, todo el asunto de “ser escritora” perdió la cuota de excentricidad que me impedía ver ese oficio como una potencial forma de ganarme la vida. Mi primer libro me aterrizó, me permitió tomar distancia y verme como una entre muchas personas que aspiran a producir en otros pequeñas conmociones usando las palabras. Y aunque, insisto, me dio muchísimo pudor publicarlo, mi primer libro me afirmó también en la decisión de escribir los que siguieron.

La ópera prima, advierte además Daniel Samper Pizano, puede significar un golpe bajo para el que hay que estar preparados. El escritor bogotano que vende miles de ejemplares hoy en día apenas vendió unos cuantos en su debut literario.

- Mi primer libro, ‘Así ganamos’, sobre el campeonato que logró Santa Fe en 1975,  fue un fracaso editorial. Al punto que el editor que lo había producido, y que me había pedido una antología de mis columnas de humor para un segundo libro, me devolvió el material pues auguró un chasco parecido al primero.

Humillado y ofendido, lo llevé a otra editorial que publicó sin mucha fe los artículos con el título de ‘A mí que me esculquen’. Vendió más de 50.000 ejemplares y desde entonces he publicado 27 libros de humor. Y, lo más importante: Santa Fe ha ganado dos estrellas más y un campeonato suramericano”…

El fracaso, pese a todo, tiene sus explicaciones. El primer libro de un escritor puede ser casi un anónimo. Nadie lo conoce, luego nadie lo compra. Le pasó a un escritor que hoy conocen en todo el mundo: Héctor Abad Faciolince. Su historia es un guiño para quienes apenas inician.

- Aunque mis primeros cuentos salieron publicados en suplementos literarios o revistas hacia el año 1981 u 1982, mi primer libro, también de cuentos, se demoró mucho en salir. Después del asesinato de mi padre, en 1987, todo en mi vida quedó postergado pues me fui a trabajar como profesor de español en Italia y solo era capaz de escribir mi diario, y lo único que escribía en ese diario era que no era capaz de escribir.

Mi primer libro salió publicado finalmente gracias a dos amigos: Carlos Gaviria, que murió hace un año, y Alberto Aguirre, librero y editor. Ambos habían salido al exilio, como yo, en el año 87. Lo que ocurrió fue esto: Aguirre fue a visitarme en Turín y yo le di a leer los borradores de mis cuentos. Los leyó en una tarde. Al terminar me dijo: "Te jodiste, vos sos escritor y no servís para nada más. Tenés que publicarlos”.

Yo no sabía cómo publicarlos, pero se los mandé también a Carlos Gaviria, que en el año 90 ya había regresado a Medellín.  Carlos los leyó, le gustaron, y se los recomendó a la Editorial de la Universidad de Antioquia. Ahí trabajaban Jorge Pérez, Juan José Hoyos y, si no estoy mal, también Elkin Restrepo.

En el año 91, el más violento de la historia de Medellín, apareció el librito rojo, con la contraportada escrita por Carlos, y con el título en diagonal (detalle que no me gustó nada): ‘Malos pensamientos’. La dedicatoria decía: "A mi padre, no a su memoria". Y tenía un epígrafe de Shakespeare, que, por desgracia, salió con un error de ortografía: "Oh Lord, we know what we are, but know not what we may be". Oh, Señor, sabemos lo que somos, pero no lo que podemos ser, tomado de Hamlet, una obra que siempre me ha obsesionado.


Ese error de ortografía me deprimió mucho. Se editaron mil ejemplares que jamás se vendieron. Cada vez que encuentro uno, lo compro y lo guardo. Creo que no lo tiene ni la Biblioteca Luis Ángel Arango. Es un libro secreto. Los primeros libros son siempre, bueno, casi siempre, un fracaso y un secreto.

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