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viernes, 29 de abril de 2016

Claves para escribir un buen cuento

Claves para escribir un buen cuento

No existen fórmulas mágicas para escribir un buen texto. Los talleres y los maestros dan pautas, pero en definitiva, no pasa de ser un asunto individual que tiene que ver con el talento, la dedicación,el equipaje y la consagración (y algún toquecillo secreto que nadie sabe explicar, esa música, ese feeling). En este artículo recopilan una buena tanda de recomendaciones sobre el arte de escribir un buen cuento.

Fuente: (Consejos para escritores, El oficio de escribir, General, Taller literario) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz. Tomado de: http://serescritor.com/claves-para-escribir-un-buen-cuento/?utm_campaign=articulo-315&utm_medium=email&utm_source=acumbamail

Escribir un cuento no es difícil siempre que se tenga una historia que contar y cierto conocimiento de los recursos narrativos. Pero si se trata de escribir un “buen” cuento…, eso ya es harina de otro costal. Qué mejor que ir pasito a pasito, dando pautas.
El cuento como tal tiene vida propia; los personajes en
él inmersos deben, al menos, dar la ilusión de tener
una voluntad ajena de la del autor o del mismo lector.
Ese es el signo de un gran cuento, un microcosmos
encerrado en las hojas de papel (J. Cortázar).

1.- Selección. En primer lugar hay que tener una noción del tema, de lo que queremos contar. En este punto destacamos como primer requisito esencial: la selección. La regla de oro del arte literario es omitir, decía Stevenson. Es primordial elegir aquellos datos que son relevantes para la historia. En nuestra cabeza bullen muchas ideas, grandes temas, pero no vale todo; sólo aquello que llegue, incluso, a obsesionar. El conjunto de elementos que el autor tendrá que volcar sobre el papel (los personajes, los eventos y la atmósfera…) puede provocar molestia y angustia. Por eso afirma Cortázar que escribir es de alguna manera exorcizar.
2.- Unidad. Una vez que tenemos claro este punto, hay que centrarse en contar una única historia, un único tema, y hacerlo de manera concentrada ―ya que disponemos de muy poco espacio― para conseguir que cada descripción, cada escena aporte un nuevo dato que, a su vez, genere la intensidad narrativa que necesitamos.
3.- Tensión interna. Esa intensidad crea una cierta atmósfera y la tensión interna hace que el lector se pregunte qué sucederá a continuación. Hay que evitar la mala intriga, esa que proviene de la sucesión absurda y accidental de acontecimientos. Cada línea tendrá que añadir información, será necesario seleccionar los acontecimientos, disponerlos en el sentido que más convenga a la trama para acceder al resultado final; ese del que, en palabras de J. Cortázar, se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco.
Pero antes hay que escoger el punto de vista narrativo adecuado al desarrollo de la historia, analizar cómo se puede contarla, las distintas posibilidades disponibles, fijar dónde se coloca el narrador y qué puede expresar desde esa posición. Pensar en el tiempo, cuándo se van a desarrollar los hechos: en presente o tal vez convenga que el narrador lo cuente desde el pasado, conozca toda la historia y haya sido testigo de los acontecimientos. Y también tener en cuenta el espacio narrativo en el que se mueven los personajes y que aparecerá más o menos descrito en función de la importancia de la vida que practican.
Recordé que siempre me han irritado los relatos donde
los personajes tienen que quedarse como al margen
mientras el narrador explica por su cuenta (J. Cortázar).

4.- Prefiguración. La prefiguración nos prepara, sin saberlo, para el final, nos insinúa lo que va a suceder, pero escatimándonos el desenlace. Son pequeños hilos que el escritor va tirando. Aquí entra en juego la importancia de las repeticiones que dan continuidad a la trama. Para conseguir que la historia se proyecte en la mente del lector de un modo ligado y continuo, las repeticiones harán que la atención del lector se deslice de una frase a otra y de una acción a otra, sin un especial esfuerzo por su parte.
5.- Verosimilitud. Es necesario detallar con precisión cada escena para crear dentro del cuento un marco espacio-temporal reconocible o al menos muy bien definido, con el fin de persuadir al lector de que la historia es posible y, por lo tanto, de que el conjunto de la trama adquiere verosimilitud.
6.- Mostrar en lugar de decir. Los buenos escritores pueden decir casi todo lo que tiene lugar en la ficción que escriben, salvo los sentimientos de los personajes. Esta cita de Gardner expresa muy bien la idea de que los sentimientos no hay que explicarlos, sino que deben ser sugeridos mediante acciones de los personajes para que el lector los perciba sin filtros.

En resumen, un buen cuento debe ser breve, de intensidad creciente, debe producir en el lector una gran impresión y todo, en él, ha de ser significativo y verosímil. Esas son las cualidades que califican a un buen relato para que resulte inolvidable, para que el lector se adentre en él y le deje huella.

domingo, 24 de abril de 2016

LAS MEJORES FRASES DE ORSON WELLES


LAS  MEJORES FRASES DE ORSON WELLES

Orson Welles rodó su primera película sin saber apenas nada de cine y le salió una obra maestra: El ciudadano Kane.
Aventurero y fabulador, enemigo de la ortodoxia y visionario. También egocéntrico y embaucador. El fracaso comercial de su ópera prima y su negativa a plegarse a estándares ajenos le enemistaron con Hollywood y dieron lugar a una carrera errática y plagada de dificultades. Así era Orson Welles, en sus propias palabras, extraídas de distintas entrevistas. Exigente, crítico, versátil y sin pelos en la lengua, este artista nos dejó frases memorables que hoy recuperamos para recordarlo.
Además, el talento de Welles no se limitaban a la dirección de cine, también era actor de teatro y cine, productor, director de teatro, locutor y escritor.
Desafortunadamente, Orson Welles es casi tan bien conocido por lo que sí realizó (incluyendo la famosa adaptación radiofónica de La guerra de los mundos que provocó pánico entre los estadounidenses), como por los proyectos que nunca pudo terminar o que fueron modificados por las compañías productoras. Su trayectoria está marcada por películas como The Magnificent Ambersons / El cuarto mandamiento (1942) fueron “mutiladas” por el estudio o por intentos fallidos de realizar ambiciosos proyectos, como adaptaciones del Quijote, El mercader de Venecia y El Rey Lear. Como bien dice Carlos Boyero en un artículo para El País “nunca sabremos cuántas obras prodigiosas habría creado con libertad”, pero basta con lo que conocemos para admirarlo.
Una recopilación de sus mejores frases:

 "Siempre me ha interesado más experimentar que conseguir".
"Si alguien me volviera dar un contrato como el de Ciudadano Kane, podría hacer una película mejor que aquella, pero nunca me han dado una segunda oportunidad".
"No creo que mi carrera artística sea algo tan valioso que deba anteponerse a mis convicciones".
"Un profesional no es el mejor crítico. Creo en el amateurismo y en la aproximación amateur a la crítica y a todo".
 "Voy de un lado a otro haciendo cosas diferentes y parece que hago mucho, pero no, en realidad, me siento avergonzado de lo poco que he hecho".
 "He sido víctima de la más asombrosa serie de desgracias y de la más increíble de las buenas suertes. Con los actores y el equipo con los que he trabajado he sido muy afortunado, por el contrario he tenido muy mala suerte con los productores y el dinero".
"Para mí el trabajo es parte de la vida, no sé distinguir entre ambas cosas. El trabajo es una expresión de la vida".
 "Me cuesta mucho pensar en un lugar como mi hogar, pero de tener alguno supongo que sería Woodstock, Illinois, fui allí a la escuela cuatro años (la Todd School for boys)".
  "La de director de cine es la única profesión del mundo en la que puedes ser un completo incompetente y tener éxito durante 30 años sin que nadie lo descubra".
 "Odio la concepción romántica del arte. Para mí el arte es lo último a considerar. La amistad, sin duda, está por delante".
 "No me veo a mí mismo como un profesional. Soy básicamente un aventurero. La gente más seria y profesional probablemente son quienes hacen mayores aportaciones al arte. No me gustaría ser uno de ellos".
"Algo que me gustaría hacer y nunca he hecho es usar este medio (el cine) para algo que no sea entretener".
 "Nunca he engañado al público. Bueno, quizá si lo haya hecho, pero nunca intencionadamente".
"Empecé en lo más alto y desde entonces he ido cayendo".
 "He gastado demasiada energía en cosas que no tienen nada que ver con una película. Ha sido un 2% hacer películas y un 98% trapichear (para conseguir dinero). No es manera de pasar la vida".
"Incluso si los viejos y buenos tiempos nunca existieron, el hecho de que podamos concebir un mundo así es, de hecho, una afirmación del espíritu humano".
 "No estoy resentido por cómo Hollywood me ha tratado sino por cómo ha tratado a D.W. Griffith, Josef von Sternberg, Erich von Stroheim, Buster Keaton y a otros cientos".
 "Todo en mí es una contradicción, al igual que en cualquier otra persona. Estamos hechos de oposiciones, vivimos entre dos polos. Hay un filisteo y un esteta en cada uno de nosotros, un asesino y un santo. Los polos no se reconcilian. Simplemente se reconocen".
 "Una película nunca es realmente buena, a menos que la cámara sea un ojo en la cabeza de un poeta".
"Los únicos buenos artistas son femeninos. No creo que exista un artista cuya característica dominante no sea femenina. No tiene nada que ver con la homosexualidad, pero intelectualmente, un artista debe ser un hombre con aptitudes femeninas.
"Hollywood se me murió en cuanto llegué allí. Ojalá hubiese ido antes. El auge de los independientes fue mi ruina como director".
 “Mis favoritos son los viejos maestros. Es decir, John Ford, John Ford y John Ford”.
 “Para mí el trabajo es parte de la vida, no se distinguir entre ambas cosas. El trabajo es una expresión de la vida“.
 “Me case para vivir juntos, pero ninguno se lo tomó muy en serio.”
 “Cada actor muy íntimamente cree todo lo mal que escriben de él.”
–“Dirigir películas es un refugio perfecto para los mediocres.”
“Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude.”
 “Odio la televisión del mismo modo que detesto los cacahuetes. Pero no puedo dejar de comer cacahuetes.”
 “La falsedad es tan antigua como el árbol del Edén.”
 “Muchas personas son demasiado educadas para no hablar con la boca llena, pero no se preocupan de hacerlo con la cabeza vacía.”
“El hombre es un animal racional que siempre pierde su temperamento cuando ha de actuar de acuerdo con los dictados de la razón.”
 “Tener o no tener un final feliz depende de dónde decidas detener la historia.”
 “No pienso en que alguien se acuerde de mí, encuentro tan vulgar trabajar para la posteridad como por dinero.”
“Las personas a las que les va bien en el sistema [de Hollywood] son personas cuyo instintos, cuyos deseos [están naturalmente alineados con los de los productores] – que quieren hacer el tipo de películas que los productores quieren producir. Las personas que fracasan – las personas que han pasado largos periodos malos; como [Jean] Renoir, por ejemplo, quien creo que era el mejor director de todos los tiempos – son personas que no quisieron hacer el tipo de películas que los productores quieren hacer. Los productores no querían hacer una película de Renoir, aunque fuera un éxito.”
 “Mi gran aporte a Ciudadano Kane fue la ignorancia; no sabía que hubiera cosas que no se podían hacer.”
“Creo que es muy dañino para los cineastas ver películas porque o las imitas o te preocupas por no imitarlas, y deberías hacer películas inocentemente y yo perdí mi inocencia. Cada vez que veo una película pierdo algo y no gano nada. Nunca entiendo a que se refieren los directores cuando me dan un cumplido y dicen que han aprendido de mis películas, porque no creo en el aprendizaje de las películas de otras personas. Deberías aprender de tu propia visión interna y descubrir inocentemente como si nunca hubiera existido D.W. Griffith o Eisenstein o Ford o Renoir o nadie.”
“Conozco la teoría de que la palabra es secundaria en el cine, pero el secreto de mi trabajo es que todo está basado en la palabra.”
“El escritor necesita una pluma, el pintor un pincel, el cineasta todo un ejército.”
Tomado de:



domingo, 10 de abril de 2016

¿Cómo lograron los escritores consagrados de hoy publicar su primera obra? Hablan los autores colombianos

¿Cómo lograron los escritores consagrados de hoy publicar su primera obra?
Hablan los autores colombianos

Domingo, Abril 10, 2016 | Autor: Santiago Cruz Hoyos
“El primer libro supone un cambio trascendental para la vida de un escritor. Es como si, de repente, una pieza del rompecabezas de la vida, del mundo incluso, hubiera cambiado de lugar. Ya nada vuelve a ser como antes.”

Jorge Franco lo explica así:

-Mi primer libro fue una recopilación de cuentos: ‘Maldito amor’. Se publicó en 1996 de manera accidental, cuando yo tenía 33 años. Ya había empezado a escribir desde antes y enviaba cuentos sueltos a concursos que después, con juicio, recopilé para darles una forma de libro. Aquel manuscrito lo envié al Premio Nacional de Narrativa Pedro Gómez Valderrama, y tuve la suerte de ganar. El premio era la publicación del libro, algo que por un lado era muy bueno, pero por otro te entregaban 700 ejemplares. De pronto me vi lleno de cajas y no sabía muy bien qué hacer con eso. Aquella situación me llevó a hacer un trabajo que no conocía pero del que aprendí mucho: el de distribuidor. Iba a los medios a dejar ejemplares para ver si lograba algún tipo de reseña y también iba a librerías. Porque ese primer libro era como un acto de confianza, un acto para empezar a creer en mí mismo. Fue a partir de ‘Maldito amor’ que tomé una decisión muy complicada, quizá una de las decisiones más importantes de mi vida: dedicarme de lleno a escribir, asumiendo todos los riesgos que eso conlleva”.

A Ricardo Silva Romero le sucedió algo similar. Su primer libro lo publicó cuando tenía 23 años, es decir hace 17. Se llama ‘Sobre la tela de una araña’ (Arango Editores) una recopilación de cuentos que se derivan del primero: el discurso de un profesor diciendo que se va a suicidar.

Cuando tuvo el libro en sus manos, Ricardo entendió que la literatura era el trabajo al que se quería dedicar. Porque escribir finalmente es eso, dice: un trabajo como cualquier otro. No un hobby para hacer en los tiempos muertos o un privilegio de unos cuantos. Escribir es como ir a la oficina, así el oficio se cargue de trascendencia, misticismo, musas que no son tan reales.

- Realmente lo importante de la primera obra es que compromete a un artista con su trabajo. Eso por un lado. Pero también con mi primera publicación descubrí algo más: no haberme quedado quieto, no haberme tragado los cuentos, o haberlos dejado en el computador, significó un gesto de agresión para muchas personas. Eso de publicar, aparecer, que alguien lo lea a uno, empieza a generar enemigos con los que uno no cuenta y que jamás habría imaginado que iba a contar. Cuando se imprimió ‘Sobre la tela de una araña’ algunos se atrevieron a cuestionar por qué me habían publicado, que si acaso era pariente de no sé quién, amigo de tal, o que tenía no sé qué influencia, entonces uno empieza a oír unas cosas que son imposibles de imaginar previamente y va cayendo en cuenta de que para escribir, también, hay que tener cuero”.

Julio César Londoño debió tener ese cuero incluso antes de publicar su primer libro, que desató una polémica. 19 años después lo recuerda con el humor certero de la voz madura.

-1997 es un año que no olvidaré. Mandé un libro de cuentos al concurso Jorge Isaacs de autores vallecaucanos con una fe infinita. En parte porque me creía un gran cuentista (Poe, Maupassant y yo, me repetía ante el espejo) y en parte porque había ganado el año anterior un concurso de cuento de ciencia-ficción en México. De manera que ganar en el Valle era pan comido... El resultado fue un golpe tan certero a mi ego que aún hoy trato de esquivarlo: no quedé ni entre los finalistas. Mi único consuelo era que nadie se iba a enterar, que sería una derrota secreta, una pena íntima.

Estaba equivocado. Uno de los jurados, Álvaro Burgos, alma maldita, sugirió a los organizadores que, además de los libros de los tres finalistas, se publicara el mío, ‘Sacrificio de dama’. La noticia salió en la prensa. Oficialmente yo, el triunfador de México, era cuarto en el Valle. Imposible imaginar una ignominia mayor. Pero ahí no paró mi desgracia. La noticia generó un pequeño escándalo local. Los otros dos jurados me acusaron de tráfico de influencias y a Álvaro de introducir un ‘mico’ en el fallo porque las bases del concurso solo ofrecían la publicación de los tres primeros. De modo que fui ante todos perdedor, cuarto y lagarto.

Sin embargo, fui a reclamar mis 300 ejemplares a la Gobernación del Valle. Calculé que ya estuvieran cayendo las sombras de la tarde sobre la plaza de San Francisco y agradecí al cielo que el trámite se surtiera en los sótanos, sin periodistas ni alfombra ni claros clarines. Pero cuando recibí las seis cajas no pude contenerme y destapé una ahí mismo. Al ver mi nombre en letras de imprenta sentí un corrientazo formidable. Fue como si Homero me estuviera pidiendo un autógrafo. Fue lindísimo. En ese instante olvidé que era el cuarto del concurso y fui el único, el sacerdote secreto del género. Entonces abracé mis cajas con una ternura inédita, las deposité con sumo cuidado en el baúl del diminuto Fiat de mi hermano José y me dije temblando: Gabo, Rulfo y yo…

El primer libro genera esa euforia única. Como el primer beso, quizá. Inolvidable, irrepetible. Solo sucede una vez. Tal emoción hizo que Santiago Gamboa dañara el borrador de su primer contrato con una editorial...

- Para un joven novelista inédito, lograr publicar un primer libro es como caer amarrado de pies y manos a la piscina de los tiburones. Pero es lo que uno anhela, lo que uno ardientemente desea. Antes de que ocurra parece imposible. Es un sueño inalcanzable, una utopía. Y de pronto ahí está el libro. Es extraño. En mi caso fue así: vivía en París y había terminado una novela llamada ‘Páginas de vuelta’. La presenté a varios editores españoles y colombianos y muchos la rechazaron. Hasta que la editorial Tusquets se interesó y me invitaron a Barcelona a discutir sobre el manuscrito, proponiendo infinitos cortes y reescrituras. Las hice y el proceso siguió adelante, cada vez más lento.

Pasaron los meses hasta que un buen día un novelista mexicano amigo, Antonio Sarabia, me ofreció llevar la novela a su editor colombiano, que era Moisés Melo, director de Norma Literatura. Moisés la leyó y me puso una cita en la Feria de Frankfurt de ese año (1994). Fui con el fotógrafo Daniel Mordzinski, quien también tenía un proyecto de primer libro. Moisés nos recibió por turnos en el stand de Norma. Era un hombre pausado y tímido, casi bíblico. Al salir no entendí muy bien si publicaría o no mi novela, pero al otro día me preguntó cuándo pensaba ir a Colombia para que firmáramos el contrato. Le dije que al mes siguiente (improvisé). Y un mes después estaba en las oficinas de Norma, leyendo un borrador de contrato que firmé con tanta fuerza que atravesé el papel con el esfero y parte de mi nombre quedó en el documento que estaba debajo. El libro salió en la Feria del Libro de Bogotá de 1995. Cuando me entregaron ese volumen pequeño de tapas azules me aferré a él con fuerza. Ahí estaba todo lo que yo era y había sido, y lo que anhelaba seguir siendo. Con frecuencia invoco a ese joven que en abril de 1995 caminaba solo y sin rumbo por la avenida El Dorado, cerca de la sede de Norma, sostenido por un libro.

La primera publicación es también una especie de amuleto para abrir caminos, trochas, hacer amigos. Sobre todo cuando se está en un país ajeno y sin un céntimo. Le sucedió a Pablo Montoya, que ahora cuenta la historia desde Envigado.

- Mi primer libro se llama ‘Cuentos de Niquía’ y lo publiqué en París. Había llegado a esa ciudad en 1993 con una flauta, un atril y un ramillete de partituras, un diploma de licenciado en letras, unas cuantas mudas de ropa y una carpeta con estos cuentos de violencia. Pero solo en 1996 pude reunir un dinero y pagarle a Efer Arocha, el director de Vericuetos, la revista y editorial que me ofreció su apoyo para que el libro saliera.

Con Arocha discutimos sobre la posibilidad de que los cuentos fueran en versión bilingüe. A mí me pareció excesivo que un joven escritor colombiano, completamente desconocido en Francia, sacara su ópera prima traducida. Pero Arocha insistió en que de este modo al libro lo leerían más personas. Durante unos meses, por tal razón, me reuní con Anne-Marie Denormandie, una amiga de Arocha, para colaborar en la traducción que ella habría de hacernos gratuitamente. No dudo en afirmar que Anne-Marie fue el primer humano francés, de carne y hueso, que me mostró la amabilidad, la hospitalidad, el humor y, sobre todo, la confianza de que mi escritura tenía cierta calidad.

Arocha me prometió el cielo y la tierra y me dijo que editaría el libro espléndidamente. Luego alegó costos y el resultado fue un humilde y feo librito de 126 páginas, con una carátula blanca en propalcote y letras verdes que con el tiempo se habrían de desleír. Pero fue mi primer libro y, pese a que es el trasunto de un atropellado aprendizaje, en donde respiran con rareza Rulfo y Kafka, responderé por él hasta que me muera. Con este libro fui abriéndome paso en el París y la Francia que me correspondieron.

Leí muchas veces sus cuentos, entre desolados y oníricos, en reuniones de latinoamericanos, en bares y bazares y eventos organizados por Amnistía Internacional, la Cimade, Vericuetos, la Universidad de Lyon y la asociación France-Colombie, entre otros.

Fue el inicio de mi carrera pública de escritor. El libro también lo presentó con generosidad y entusiasmo Julio Olaciregui, quien desde entonces ha sido uno de mis amigos más queridos. Recuerdo que luego, entre carcajadas y un brindis emocionado, Arocha me vaticinó grandes y futuros triunfos. Le pedí a este amigo entrañable que no exagerara y fuera mentiroso, pero era inevitable su optimismo. Todos, a esa altura de la celebración, estábamos en el mejor instante de la embriaguez...

Los escritores coinciden: uno de sus mejores días fue justamente cuando publicaron su ópera prima. Es una sensación tal vez equiparable con la de tener un hijo. De cierta manera un libro es como un hijo; se tienen cuando se está preparado para ello. Antes, sin embargo, se sufre. Melba Escobar sí que sufrió con los editores.

- Un par de años después de haber terminado la universidad, la muerte de mi padre me llevó a volcarme sobre la escritura para tratar de entender la ausencia, el dolor, pero también para traerlo de vuelta a través del recuerdo. Pasó algún tiempo y esas notas desordenadas fueron tomando una consistencia, hasta que un día entendí que ahí podía estar la semilla de una novela testimonial. Terminé de redondear el que se convirtió en mi primer proyecto literario, y después vino la titánica tarea de publicar.

La novela la presenté a cinco editoriales. Pasaron seis meses. Tres me rechazaron a través de una carta, un formato impersonal que claramente usan a diario en el que apenas cambian el nombre del encabezado.

Otra de las editoriales me dio cita. Era un joven de gafas presumido que se dedicó a ridiculizar mi trabajo y a hacerme preguntas difíciles sobre autores y libros. Me sentí en un examen para el que no me había presentado y que a juzgar por la sonrisa sardónica del editor con ínfulas de escritor, estaba reprobando. Al final, el petardo puso la cereza en el pastel al decirme que "jamás publicarían un libro como el mío". Habían pasado casi siete meses. Me sentía cansada.

Entonces me llamaron para otra cita. Tuve miedo, de verdad. La editorial estaba lanzando una colección de ‘jóvenes autores’. Digamos que yo podía clasificar raspando en esa idea de joven. Tenía 34 años. Les pareció que había hecho algo honesto. Dijeron honesto, dijeron bello, dijeron muy auténtico y distinto a la mayor parte de la producción literaria en Colombia.

También me explicaron que no pagaban anticipos a menos que sean autores de renombre, que el autor solo gana el 10% de cada libro vendido y que difícilmente vendería más de 300 ejemplares. Nada de eso me importó. Finalmente, ‘Duermevela’ estaría en las librerías y con eso un trabajo de tres años llegaría a su fin. Ese día fue uno de los más felices de mi vida. Después de todo, tal vez mi trabajo no era tan malo, pensé.

Han pasado casi seis años desde aquello. He publicado dos libros más desde entonces. Tengo dos columnas de opinión y colaboro con varios medios como periodista freelance. Me gusta mucho mi oficio y agradezco poderlo llevar a cabo. Entiendo lo difícil que es esta profesión, por eso soy una gran compradora de libros. Porque me gusta tenerlos, subrayarlos, comentarlos y prestarlos, y porque a mis amigos siempre les compro un libro pensando, bueno, son otros $4000 más para su paupérrima cuenta, que de cuatro mil en cuatro mil algo vamos sumando.

El primer libro, entonces, puede ser doloroso. Una herida, incluso. Y no solo por los editores. Encontrar la propia voz también implica sufrimiento, lacerarse. Le sucedió a Margarita García Robayo.

- Cuando llegué desde Colombia a Buenos Aires, uno de los trabajos que tenía era el de leer manuscritos en una editorial y elaborar informes de lectura para recomendar o no su publicación. Es un trabajo que parece entretenido, pero en realidad tienes que leer muchas cosas que no elegirías si no fuera un trabajo, y además es bastante mal pago. Pero suena bien cuando uno lo cuenta.

El caso es que aprovechando mi relación con la editorial (Planeta) les ofrecí un libro de cuentos en el que venía trabajando y les gustó. Fue, de alguna manera, el libro que más fácil publiqué. El anticipo que recibí fue bueno y la prensa fue generosa.

Debería estar orgullosa de ese libro, pero lo cierto es que no me gusta nada. Si pudiese negarlo, como a un exnovio, lo haría. Pero en ese libro está mi nombre y mi cara y, mal que me pese, cierta marca personal de escritura que creo –o quiero creer– se ha ido desdibujando para convertirse hoy en la constante búsqueda de mi voz.

Ese libro significó tirarme al agua, para bien y para mal: me aterró la exposición, me hirieron todas y cada una de las erratas; y todavía más dolorosos fueron los supuestos aciertos. Si puedo rescatar algo de ese momento fue que, a partir de ahí, todo el asunto de “ser escritora” perdió la cuota de excentricidad que me impedía ver ese oficio como una potencial forma de ganarme la vida. Mi primer libro me aterrizó, me permitió tomar distancia y verme como una entre muchas personas que aspiran a producir en otros pequeñas conmociones usando las palabras. Y aunque, insisto, me dio muchísimo pudor publicarlo, mi primer libro me afirmó también en la decisión de escribir los que siguieron.

La ópera prima, advierte además Daniel Samper Pizano, puede significar un golpe bajo para el que hay que estar preparados. El escritor bogotano que vende miles de ejemplares hoy en día apenas vendió unos cuantos en su debut literario.

- Mi primer libro, ‘Así ganamos’, sobre el campeonato que logró Santa Fe en 1975,  fue un fracaso editorial. Al punto que el editor que lo había producido, y que me había pedido una antología de mis columnas de humor para un segundo libro, me devolvió el material pues auguró un chasco parecido al primero.

Humillado y ofendido, lo llevé a otra editorial que publicó sin mucha fe los artículos con el título de ‘A mí que me esculquen’. Vendió más de 50.000 ejemplares y desde entonces he publicado 27 libros de humor. Y, lo más importante: Santa Fe ha ganado dos estrellas más y un campeonato suramericano”…

El fracaso, pese a todo, tiene sus explicaciones. El primer libro de un escritor puede ser casi un anónimo. Nadie lo conoce, luego nadie lo compra. Le pasó a un escritor que hoy conocen en todo el mundo: Héctor Abad Faciolince. Su historia es un guiño para quienes apenas inician.

- Aunque mis primeros cuentos salieron publicados en suplementos literarios o revistas hacia el año 1981 u 1982, mi primer libro, también de cuentos, se demoró mucho en salir. Después del asesinato de mi padre, en 1987, todo en mi vida quedó postergado pues me fui a trabajar como profesor de español en Italia y solo era capaz de escribir mi diario, y lo único que escribía en ese diario era que no era capaz de escribir.

Mi primer libro salió publicado finalmente gracias a dos amigos: Carlos Gaviria, que murió hace un año, y Alberto Aguirre, librero y editor. Ambos habían salido al exilio, como yo, en el año 87. Lo que ocurrió fue esto: Aguirre fue a visitarme en Turín y yo le di a leer los borradores de mis cuentos. Los leyó en una tarde. Al terminar me dijo: "Te jodiste, vos sos escritor y no servís para nada más. Tenés que publicarlos”.

Yo no sabía cómo publicarlos, pero se los mandé también a Carlos Gaviria, que en el año 90 ya había regresado a Medellín.  Carlos los leyó, le gustaron, y se los recomendó a la Editorial de la Universidad de Antioquia. Ahí trabajaban Jorge Pérez, Juan José Hoyos y, si no estoy mal, también Elkin Restrepo.

En el año 91, el más violento de la historia de Medellín, apareció el librito rojo, con la contraportada escrita por Carlos, y con el título en diagonal (detalle que no me gustó nada): ‘Malos pensamientos’. La dedicatoria decía: "A mi padre, no a su memoria". Y tenía un epígrafe de Shakespeare, que, por desgracia, salió con un error de ortografía: "Oh Lord, we know what we are, but know not what we may be". Oh, Señor, sabemos lo que somos, pero no lo que podemos ser, tomado de Hamlet, una obra que siempre me ha obsesionado.


Ese error de ortografía me deprimió mucho. Se editaron mil ejemplares que jamás se vendieron. Cada vez que encuentro uno, lo compro y lo guardo. Creo que no lo tiene ni la Biblioteca Luis Ángel Arango. Es un libro secreto. Los primeros libros son siempre, bueno, casi siempre, un fracaso y un secreto.

viernes, 8 de abril de 2016

Siete razones para no escribir novelas y una sola para escribirlas JAVIER MARÍAS

Siete razones para no escribir novelas y una sola para escribirlas
Por: JAVIER MARÍAS  / Literatura y fantasma
Tomado de:

Se me ocurren las siguientes razones para no escribir novelas hoy en día:

Primera. Hay demasiadas y demasiada gente las escribe. No sólo siguen existiendo y pidiendo eternamente ser leídas las del pasado, sino que cada año millares de ellas, enteramente nuevas, aparecen en los catálogos de las editoriales y en las librerías de todo el mundo; y no sólo eso, sino que muchos millares más son rechazadas por los catálogos de las editoriales y no llegan a las librerías, pero no por ello dejan de existir también. Se trata, por tanto, de una actividad vulgar, en principio al alcance de cualquier persona que haya aprendido a escribir en la escuela, para la que no se requiere ningún tipo de estudios superiores ni de formación específica.

Segunda. Escribirlas no tiene mérito. La prueba de ello es que se trata de un género que, ocasionalmente o no, practica toda clase de individuo, sea cual sea su profesión, y que por lo tanto debe ser fácil y sin ningún misterio. No de otra forma se explica que lo puedan cultivar los poetas, los filósofos y los dramaturgos; los sociólogos, los lingüistas, los banqueros, los editores y los periodistas; los políticos, los cantantes, las presentadoras de televisión y los entrenadores de fútbol; los ingenieros los maestros de escuela, los diplomáticos (a cientos), los funcionarios y los actores de cine; los críticos, los aristócratas, los curas y las amas de casa; los psiquiatras, los profesores universitarios y de instituto, los militares, los terroristas y los pastores de cabras. Esto hace pensar, sin embargo, que, dejando de lado su facilidad y su falta de mérito, la novela debe dar algo, o bien constituir un adorno. Pero ¿qué clase de adorno es ese que está al alcance de todas las profesiones, independientemente de su formación previa, prestigio y poder adquisitivo? ¿Qué es lo que da?

Tercera. La novela no da dinero, o, mejor dicho, sólo una de cada cien novelas publicadas –por aventurar un porcentaje optimista– da buen dinero a su autor. En el mejor de los casos son cantidades que no le cambian la vida a nadie, es decir, que no sirven para retirarse; además de eso, una novela de extensión regular y una mínima legibilidad, lleva meses, a veces años de trabajo. Invertir todo ese tiempo en una tarea que tiene un uno por ciento de posibilidades de resultar rentable es un disparate, sobre todo teniendo en cuenta que en principio nadie –ni siquiera los aristócratas o las amas de casa con servicio– disponen hoy en día de ese tiempo. (El Marqués de Sade y Jane Austen lo tenían, sus equivalentes de hoy no lo tienen, y lo que es peor, ni siquiera los aristócratas y las amas de casa que no escriben, pero leen, tienen tiempo de leer lo que escriben sus colegas escritores).

Cuarta. La novela no da fama, o, si la da, es pequeña y puede conseguirse por medios más rápidos y menos laboriosos. La verdadera fama, como todo el mundo sabe, la da hoy en día la televisión, en la cual es cada vez más raro que aparezca un novelista, a no ser que lo haga no en virtud del interés o excelencia de sus novelas, sino en su calidad de competente majadero o payaso, junto a otros payasos procedentes de otros campos, artísticos o no, eso resulta indiferente. Las novelas de ese novelista verdaderamente famoso –una celebridad televisiva– serán sólo el engorroso pretexto inicial y pronto olvidado de su popularidad, cuyo mantenimiento dependerá mucho más de su capacidad para manejar un bastón, enrollarse una bufanda al cuello, ladearse el peluquín, lucir camisas hawaianas o penosos chalecos, contar cómo se comunica con su Dios heterodoxo y su virgen ortodoxa o lo bien y auténticamente que se vive entre los moros (esto al menos en España), que de la bondad de sus futuras obras, que en realidad a nadie importan. Por otra parte, es un despropósito esforzarse en escribir novelas para ganar la fama (aunque sólo sea redactar de manera pedestre, eso lleva también su tiempo) cuando en la actualidad no se precisa nada de particular ni muy tangible para obtenerla: un matrimonio o un lío con la persona adecuada y la subsiguiente estela de conyugalidades y extra conyugalidades son mucho más eficaces. También es fácil el expediente de cometer algunas indecencias o barbaridades, siempre que no sean tan graves para llevarlo a uno a la cárcel durante demasiado tiempo.

Quinta. La novela no da la inmortalidad, entre otras razones porque esta ya apenas existe. Por no existir, ni siquiera parece existir la posteridad, entendiendo por tal la propia de cada individuo: todo el mundo es olvidado a dos meses de su muerte. El novelista que crea lo contrario es anticuadamente fatuo o anticuadamente ingenuo. Cuando los libros duran a lo sumo una temporada, no sólo porque los lectores y los críticos los olviden sino porque ni siquiera se los va a encontrar en las librerías a los pocos meses de un nacimiento (tal vez ni siquiera haya ya librerías), es iluso pensar que una de nuestras obras será imperecedera. ¿Cómo van a ser imperecederas si la mayoría nacen ya perecidas o con la expectativa de vida de un insecto? Con la duración ya no puede contarse.

Sexta. Escribir novelas no halaga la vanidad, ni siquiera momentáneamente. A diferencia del director de cine o del pintor o del músico, que pueden observar la reacción de unos espectadores frente a sus obras e incluso oír sus aplausos, el novelista no ve a sus lectores leyendo su libro ni asiste a su aprobación, emoción o complacencia. Si tiene la suerte de vender muchos ejemplares, tal vez podrá consolarse con un número, despersonalizado y abstracto como todos los números por alto que sea, y además deberá saber que comparte ese tipo de cifra y consuelo con los siguientes autores: maîtres de cocina que divulgan sus recetas, biógrafos escandalosos de personalidades regias con la cabeza a pájaros, futurólogos con cadena, collares e incluso capa o chilaba, maldicientes hijas de actrices, columnistas fascistas que ven el fascismo por todas partes menos en sí mismos, palurdos gomosos que dan lecciones de modales y otras plumas así de eminentes. En cuanto al elogio posible de la crítica, es muy difícil que lo reciba; si lo recibe, es muy posible que se lo concedan perdonándole la vida y amenazándole para la ocasión siguiente; si no es así, es posible que él juzgue que sus libros han gustado por razones equivocadas; y si nada de eso sucede y el elogio es abierto generoso e inteligente, lo más probable es que se enteren de ello cuatro gatos, lo cual, para una vez que se dan todas las circunstancias favorables, resultará de lo más desdichado y frustrante.

Séptima. Agrupo aquí todas aquellas razones inveteradas, tanto que resultan aburridas, tales como la soledad en que el novelista trabaja, lo mucho que sufre forcejeando con las palabras y sobre todo con la sintaxis, la angustia ante la página en blanco, el desgaste de su alma pateada por niños y paisajes y geografías y llantos, su descarnada relación con verdades como puños que le eligen a él y sólo a él para manifestarse, su perpetuo pulso con el poder, su ambigua relación con la realidad que puede llegar a hacerle confundir verdad con mentira, su titánica lucha con sus propios personajes que a veces cobran vida propia y hasta se le escapan (hace falta ser pusilánime), lo mucho que bebe, lo especial o directamente anormal que ha de ser por vivir como artista, y demás zarandajas que han seducido a las almas cándidas o directamente memas durante demasiado tiempo, haciéndoles creer que había mucha pasión y mucha tortura y mucho romanticismo en el más bien modesto y placentero arte de inventar y contar historias.

Y esto me lleva a la única razón que veo para escribir novelas, muy poca cosa comparada con las anteriores siete, y sin duda en contradicción con alguna de ellas:

Primera y última. Escribirlas permite al novelista vivir buena parte de su tiempo instalado en la ficción, seguramente el único lugar soportable, o el que lo es más. Esto quiere decir que le permite vivir en el reino de lo que pudo ser y nunca fue, por eso mismo en el territorio de lo que aún es posible, de lo que siempre estará por cumplirse, de lo que no está aún descartado por haber ya sucedido ni por que se sepa que nunca sucederá. El novelista realista o al que así se llama, aquel que al escribir sigue instalado y viviendo en el territorio de lo que es y sucede, ha confundido su actividad con la del cronista o el reportero o el documentalista. El novelista verdadero no refleja la realidad, sino más bien la irrealidad, entendiendo por esto último no lo inverosímil ni lo fantástico, sino simplemente lo que pudo darse y no se dio, lo contrario de los hechos, los acontecimientos, los datos y los sucesos, lo contrario de “lo que ocurre”. Lo que sólo es posible sigue siendo posible, eternamente posible en cualquier época y en cualquier lugar, y por eso se puede leer aún hoy el Quijote o Madame Bovary, se puede uno quedar a vivir una temporada con ellos dándoles crédito, esto es, no dándolos por imposibles ni por ya acaecidos, o lo que es lo mismo, por consabidos. La España de 1600 de lo que así se llama no existe, aunque es de suponer que se dio; como no existe ni cuenta más Francia de 1900 que la que Proust decidió incluir en su obra de ficción, la única que hoy conocemos. Antes he dicho que la ficción es el lugar más soportable. Literatura y fantasmaLo es porque la diversión y consuelo a quienes lo frecuentan, pero también por algo más, a saber: porque además de ser eso, ficción presente, es también el futuro posible de la realidad. Y aunque nada tenga que ver con la inmortalidad personal, esto quiere decir que para cada novelista existe una posibilidad – infinitesimal, pero posibilidad– de que lo que escribe esté configurando y sea ese futuro que él nunca verá.

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Texto de Javier Marías publicado en 1993 e incluido en Literatura y fantasma (Alfaguara, 2001; DeBolsillo, 2009). En 2015 se publicó en Inglaterra y Estados Unidos con gran éxito.


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