Un
decálogo sobre la escritura
Sergio
Ramírez
Uno.
Dice Billy Wilder, que hizo cine y no literatura, pero para nuestros
fines viene a ser lo mismo, que su primer mandamiento es “No
aburrirás”, y lo respaldo tan plenamente que lo pongo a la cabeza
de este decálogo.
Dos. Antes de atrapar al asesino, es necesario atrapar al lector. No sé si lo oí, lo leí, o lo inventé, pero de todos modos recomiendo tanto a los escritores maduros como a los aprendices no olvidarlo. Es peor que huya el lector, a que huya el asesino.
Tres.
Si una pistola aparece en la primera escena, tiene que ser disparada
antes de que termine la pieza, según el más querido de mis maestros
en la adolescencia literaria, Antón Chéjov, lo que significa que en
la literatura no debe haber nada gratuito, ni inútil. Chéjov se
refería en este caso a las escenas de teatro, pero las reglas
dramáticas son igualmente infaltables en la narrativa.
Cuatro.
El arte de escribir es el arte de suprimir. Creo que este mandamiento
nada novedoso, pero estrictamente necesario, viene de Kafka; y
Monterroso el Breve agrega que, según Pascal, se escriben textos
largos por falta de tiempo para reducirlos. Suprimir o no suprimir,
he allí el dilema.
Cinco.
En consonancia con el mandamiento anterior, la escritura debe ser
ligera, según nos recuerda Italo Calvino, nada de mano pesada. A
través de ella debe pasar el aire, como en el cuadro Las meninas de
Velázquez.
Seis.
Nunca enseñes cómo se construye la trampa en que ha caído el
lector incauto; y deja que sea el lector precavido quien un día vea
con sus propios ojos los andamios con que se edificó tu escritura,
como si se tratara de una aparición.
Siete.
No pienses jamás que porque el lector lee rápido no se fija en la
transparencia de un párrafo fruto de sucesivas correcciones.
Precisamente lee rápido porque no encuentra dificultades ni
tropiezos y así puede pasar con deleite a la siguiente página.
Ocho.
No reveles de antemano algo que tienes que esconder, pero revélalo a
tiempo. Y nunca escondas lo que es innecesario esconder.
Nueve.
El lector siempre prefiere la acción a la demora, a menos que se
trate de un cuerpo desnudo. No hay que olvidar que las historias
existen mientras describen, mientras progresan los episodios que
están alimentados por trampas y obstáculos. Esos episodios existen
en la acción, mientras no se consumen.
Diez.
La realidad no es más que el clavo que nos sirve para colgar la
novela, según Alejandro Dumas (padre). Es solo un clavo. Lo demás
es imaginación, revuelta, incesante, como un río suspendido de un
clavo.
Once.
Vuelvo a Monterroso el Breve para seguir su consejo de que los
decálogos no tienen por qué ser de diez mandamientos nada más. Eso
solo demuestra la insuficiencia de las reglas de la lógica, que son
aquellas que la escritura desafía. Por eso agrego un undécimo, para
recordar a Stendhal cuando dice que “la belleza nunca es más que
una promesa de felicidad”.
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