Monólogo
del decálogo
Antonio
Caballero
Lo
primero que tiene que saber un escritor es que siempre se escribe en
primera persona. Tanto los poetas como los matemáticos, tanto los
músicos como los profetas. Y, por supuesto, también los novelistas
de ficción. Madame Bovary, c’est moi, dijo Flaubert. Y lo mismo
hubieran podido decir, y debieran haber dicho, Mahoma (el arcángel
Gabriel, c’est moi), y Pitágoras (el número soy yo), tal como sin
complejos declaró Luis XIV: el Estado soy yo. Julio César, en su
ropaje de escritor de historia, narraba sus hechos de general en la
Guerra de las Galias asumiendo la voz fingida de una tercera persona
(César dijo... César hizo... etc.) que en realidad era una
primerísima persona del singular: yo soy César. Así que esto de
componer un decálogo de consejos para escritores, como pide la
revista El Malpensante, no creo que sea muy útil para la literatura.
Cada escritor sabe lo que quiere, o cree saberlo, sea malo o bueno; y
no le va a hacer caso a otro escritor que viene a hablarle de lo que
cree saber él mismo.
Sin
embargo, el ejercicio se ha hecho y repetido infinidad de veces. El
modelo es Moisés, autor prolífico, que escribió, si es que
existió, los cinco libros del Pentateuco e intercaló en ellos la
famosa lista de preceptos llamada los Diez Mandamientos. Me parece a
mí que para un escritor, sea poeta o novelista o historiador o
teólogo o crítico o simple periodista de sucesos, el Decálogo de
Moisés es de poco beneficio. Más bien al contrario. ¿Qué quedaría
de la literatura universal si se ajustara a los severos preceptos
mosaicos del no matar, no robar, no desear a la mujer del prójimo?
No existirían ni siquiera los libros pretendidamente escritos por el
propio Moisés. ¿No mentir? ¿Acaso no cuenta él mismo, tan
campante, su propia muerte? La materia de la literatura, como la de
la historia, está hecha de la violación de todos los mandamientos.
Para
empezar, de los mandamientos propiamente literarios. Eso se llamaba,
en tiempos, preceptiva: tratado normativo de retórica y poética,
según el diccionario. Pero todas esas normas de retórica y poética
dictadas por los académicos han sido siempre ignoradas con
desparpajo por los poetas, que nunca hacen lo que se les manda
(porque cuando lo hacen suele salirles mal). Y de ahí brota el río
multiforme de la literatura.
Una
de cuyas formas canónicas (pues las tiene, paradójicamente),
comparable al diálogo platónico o al soneto petrarquiano o al
ensayo montaignesco, es la del decálogo de instrucciones. Forma en
la que a continuación voy a incurrir yo también, inspirado por el
“Collage sobre los decálogos para escritores” del poeta Darío
Jaramillo: una incompleta antología que reproduce nada menos que
ochenta y nueve ejemplos del género. Algunos son sorprendentes –o,
si bien se mira, previsibles–. Así, Hemingway recomienda la
lagartería: “Frecuentar el trato con los escritores consagrados”
es su cuarto mandamiento. Y en cambio olvida un consejo práctico que
alguna vez leí de él, y que es el único consejo útil que conozco
sobre el arte de escribir: no interrumpir la composición de un texto
al final de un capítulo, y ni siquiera en un punto y aparte; sino
dejar empezado el siguiente párrafo o capítulo, para no perder el
hilo. Así, Borges, con el pretexto de enumerar las cosas que no se
debe hacer, da un coqueto recuento de las que él mismo hace: “la
enumeración caótica” (de “El Aleph” y de veinte textos más),
o “el ambiente local” (de “El hombre de la esquina rosada” y
otros cuantos cuentos). Borges, Hemingway: se trata de excepciones,
sin embargo; porque Jaramillo tiende a escoger sus decaloguistas
entre escritores bastante oscuros, en su mayoría argentinos o
galeses. Y en cambio pasa por alto ejemplos tan espléndidos como las
Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke.
Aquí
va lo mío. Como hubiera dicho Lope de Vega (a quien sí cita Darío
Jaramillo), “un decálogo me manda hacer El Malpensante” (perdón
por la licencia métrica). Pero a diferencia de lo que le pasó a él,
que tenía claro que “catorce versos dicen que es soneto”, y le
salieron los catorce, a mi decálogo no le saldrán diez
mandamientos, sino solo uno. ¿Un monólogo, entonces? O a lo sumo
dos: un diálogo.
Para
un escritor no debería existir más mandamiento de obligatorio
cumplimiento que el de la libertad: haz lo que te dé la gana. Es el
que practica Michel de Montaigne, y predica el rey de El principito
de Saint-Exupéry. O si no, el mandamiento rigurosamente contrario
que dicta el ya mencionado Rilke en sus Cartas: escribe solo si no
puedes no escribir.
El
uno, o el otro, o los dos. Y ningún otro. Todo lo demás va en
gustos. Escribir largo, escribir corto. Ser desgraciado. O por lo
menos haberlo sido, como recomendaba en sus Confesiones san Agustín.
Estar loco, o estar cuerdo. Ser rico, ser pobre. Estar enamorado
–aunque a este respecto me viene a la memoria una crítica de Marta
Traba sobre la pintura de Alejandro Obregón: “¡Qué mal pinta
Obregón cuando está enamorado!”–. Tener tiempo para perderlo,
con Proust, o creer que no se tiene tiempo, como creía Kant. Beber.
No beber. Estar preso, como Boecio o como Soljenitsin. Mentir. No
mentir. A mí, en general, me parece que no se debe mentir, pero a la
vez soy consciente de que en literatura solo a través de las
mentiras se llega a decir algo que sea verdad. No rellenar a la
fuerza: lo que no vino, no vino, y lo que no cupo, no cupo. No hay
que decir sino lo que se tiene que decir, y nunca hay que escribir
sin tener nada que decir. Y aun así, sobran cosas. “En toda obra
maestra sobran las tres cuartas partes”, afirma Montherlant en un
prólogo a una edición de El Quijote en francés. Podría seguir.
Pero sería contradecir mi mandamiento anterior de no rellenar.
Aunque hay dos más: contradecirse, y no contradecirse.
Y
todo lo anterior, a veces sí, y a veces no, tal como recomienda
Julio Iglesias en una de sus canciones de mayor hondura filosófica.
(Me
dicen, sin embargo, que la letra no es suya, sino de otro
autor-compositor, supongo que de Ludwig Wittgenstein.)
Aparte tomado de:
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