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jueves, 23 de octubre de 2014

Diez pequeños milagros laterales - Francisco Gutiérrez Sanín

Diez pequeños milagros laterales
Francisco Gutiérrez Sanín

Uno de los placeres más intensos de la vida ha de ser enfrentarse a una genuina obra maestra en el campo principal de actividad que uno ha escogido. Hay excepciones, claro (cuando John Lennon estaba semirretirado decía que no oía radio, porque si la canción era mala le daba rabia, y si era buena le daba envidia). Pero en general creo que la regla se mantiene. Sin embargo, un goce más oblicuo, más sutil por tanto, es pescar maravillas en campos en los que uno no aspira a ningún saber especializado, o que cultiva solo como usuario. Durante años he coleccionado éstos que para mí son “milagros laterales”, y aquí ofrezco una muestra.
Uno. El promedio literario de Stephen Jay Gould. Uno le perdona a los escritores prolíficos –digamos Balzac– que produzcan mucha basura. Si una de cada cinco cosas que segregan es buena, eso ya es suficiente. Pero de lo mucho que he leído de Jay Gould, casi todo de divulgación junto con una que otra pieza más seria, no he encontrado nada siquiera mediocre.
 Dos. La partida 10 del match por el campeonato mundial de ajedrez entre Capablanca y Lasker (1921). Hay miles de partidas de ajedrez que producen placer estético auténtico (“El ajedrez, como la música, como el amor, hace a los hombres felices”, decía el gran Tarrasch). Pero ésta es una gema única. Capablanca va poniendo de rodillas metódica y morosamente, sin gestos pero sin concesiones, a su genial rival, hasta que lo paraliza. Es como un meticuloso striptease de la Verdad, así con mayúsculas: se va despojando de cualquier adorno, de cualquier impureza, de cualquier alarde, hasta que queda lo que debería quedar, es decir, (casi) nada.
Tres. El final de Casablanca. Si alguien quisiera escribir algún texto realmente vibrante sobre la decadencia de los tiempos que corren, tendría que comenzar constatando que Hollywood ya no es lo que solía ser. En los cincuenta el final feliz no era una obligación. Ahora lo es (de hecho, no hace mucho se atrevieron a hacer con esta regla un grotesco remake de Psicosis).
Cuatro. Un elogio a la inutilidad. El gran matemático inglés Godfrey H. Hardy escribió Apología de un matemático, una autobiografía en la que defiende la disciplina que amó precisamente por su perfecta y absoluta inutilidad. Maravillosamente escrita, y referente doblemente irónico (pues el área específica de Hardy terminó teniendo aplicaciones amplias y cruciales) para aquellos que quieren cargar a la ciencia con el peso muerto de la utilidad inmediata.
Cinco. Los cuentos de políticos estúpidos. Esto ya está más cerca de las cosas a las que me dedico. Pero mi sesgo profesional es no tomarlos en serio. La mayoría deben de ser apócrifos. Igual, hay algunos geniales. Mi preferido es uno atribuido a Menem (“sí, claro, sé quién es Sócrates, he leído todas sus obras”).
Seis. El clasicismo del tenis de Federer... Las ciencias sociales deberían escribirse así, sin estridencias ni esfuerzo aparente, combinando el máximo de simplicidad y de poder técnico.
Siete. ....y el tenis de niña consentida de Martina Hingis. Cerebral como una partida de ajedrez, pero generado por una tipa que ni siquiera quería ganar, sino burlarse de todo.
Ocho. Celebraciones clásicas del mal en la pantalla grande... La naranja mecánica, Flores de fuego y Odisea del espacio alcanzan simultáneamente el máximo nivel de portentosa brutalidad que uno pueda concebir...
Nueve. ... y en la chica... Como Los Soprano, esos mafiosos que encarnan tan poderosamente la proverbial “banalidad del mal”.

Diez. Las diez novelas de Sjöwall y Wahlöö, la pareja de marxistas suecos que forjó quizás la mejor saga detectivesca que jamás haya leído. En fin: un decálogo autocontenido y claustrofóbico, para cerrar el que presento aquí, abierto y heterogéneo.

Aparte tomado de:

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