Decálogo
imperfecto del imperfecto novelista
(glosas
ambiguas a Horacio Quiroga)
Juan
Gabriel Vásquez
Uno.
El novelista, más que creer en sus maestros, se los apropia. Entra a
saco en ellos, los expolia como un ejército invasor y, cuando ha
obtenido todo lo que necesitaba, los deja atrás. Frente a las
grandes novelas se comporta igual que frente a la realidad: como un
parásito. Lee para aprender a escribir y escribe para aprender a
leer. Y nunca ha sido muy dado, de todas formas, a divinizar a nadie.
Dos.
El novelista desconfía de la perfección. Se ha dado cuenta de que
las novelas donde nada sobra, donde todo es pertinente, suelen ser
las más pedestres, las menos iluminadoras. Sabe que de los excesos y
las impertinencias surgen, a menudo, las mejores páginas. Intentará
entonces que sus caprichos parezcan imprescindibles o, cuando menos,
parte de un orden secreto. Cuando un crítico le señala páginas que
se podrían quitar, que no aportan nada a la trama, calladamente se
muere de la risa.
Tres.
El novelista no escribe porque desee triunfar: escribe porque no
tiene más remedio (la idea de triunfo, en todo caso, le parece una
baratija y fuente de interminables malentendidos). Escribir es su
única manera de estar en el mundo, pero también y sobre todo un
vicio, una adicción malsana que lo obliga a menudo a desatender a
quienes quiere. Esto lo atormenta.
Cuatro.
El novelista empieza a escribir sin saber adónde va. Es más:
escribe esa novela (y no otra) precisamente porque no sabe adónde
va. La novela es una forma de saberlo, de descubrir algo que estaba
oculto, de echar luz sobre lugares oscuros. Comenzar sabiendo lo que
escribirá le parece una pérdida de tiempo. No le interesa explicar
lo que ya conoce, sino revelar lo que también él ignora.
Cinco.
El novelista desconfía de la simplicidad. Si un escritor se ufana de
que sus novelas se pueden leer sin diccionario, lo más probable es
que los diccionarios sean más interesantes que sus novelas. Para el
novelista –Conrad, Joyce, Proust, Céline, Faulkner–, el lenguaje
es como una caja de herramientas, y le parece profundamente
inquietante que a la hora de su muerte todavía le queden llaves o
tuercas sin usar.
Seis.
El novelista escribe desde la insatisfacción: porque quisiera ser y
no es, porque desea y no satisface el deseo, porque pregunta y no le
responden. Nadie que esté plenamente contento escribe novelas. El
novelista no escribe para sí mismo (cuando algún colega dice que
“escribe para expresarse”, al novelista le dan arcadas), pero
tampoco escribe para sus lectores. Esta contradicción también lo
atormenta.
Y
siete. El novelista odia muchas cosas (es más: muchas veces escribe
justamente por eso), pero la primera es aquella frase de Horacio
Quiroga: “Un cuento es una novela depurada de ripios”. El
novelista sabe que tampoco para Quiroga era verdad semejante
tontería; se pregunta, entonces, para qué perdió el tiempo
escribiéndola. Para el novelista, la novela hace cosas que ninguna
invención humana es capaz de hacer, y el mundo no existe hasta que
es narrado en una novela. Tiene esto por una verdad absoluta, aunque
no lo sea.
Aparte tomado de:
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