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miércoles, 2 de diciembre de 2020

LO QUE APRENDÍ DE KAFKA CARLOS AGUDELO MONTOYA

 

LO QUE APRENDÍ DE KAFKA

CARLOS AGUDELO MONTOYA 

Magíster en Literatura Universidad de Antioquia,

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 341 PUBLICADO: 2020-12-01

 

 

LO QUE APRENDÍ DE KAFKA

CARLOS AGUDELO MONTOYA Magíster en Literatura Universidad de Antioquia,

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 341 PUBLICADO: 2020-12-01

 

 

Hay una mutación que los lectores enfrentan cuando deciden escribir: dejar de leer solo por gusto, de manera desprevenida, para hacerlo como escritor. Quien escribe constantemente, lee no solo para el goce o en momentos de ocio; se inmiscuye en la vida del otro para conocer todo lo que le sea posible, desde sus pensamientos más íntimos hasta la forma en la que lleva la vida literaria. Entre los diferentes autores que he leído, como escritor, está Kafka que, si bien es uno de los autores de los que más se habla, no debemos dejar de hacerlo, aunque en ocasiones caigamos en el cliché.

 

Lo primero que aprendí de Kafka: la escritura es una vocación. Por circunstancias de su vida no era posible dedicarle todo el tiempo a la literatura.  Después  de  doctorarse  en  leyes,  laboró  entre  1908  y  1922  en el Instituto de Seguros para Accidentes de Trabajo, y solo dejó de hacerlo cuando la enfermedad se lo impidió. A pesar de cumplir una responsabilidad que le consumía la vida diurna y en ocasiones lo obligaba a viajar, logró construir una rutina de escritura. Aquellos que hayan trabajado viajando, saben que con el tiempo el cuerpo comienza a mostrar cansancio, se pierden la concentración y las energías para hacer algo diferente a la vida laboral. Kafka logró sobreponerse a esto y cada noche se sentaba frente al papel. Así nos cuenta en su diario: “Las diez, 15 de noviembre de 1910. No dejaré que me asalte el cansancio. Penetraré de un salto en mi narración, aunque me llene la cara de cortes”.

 

Esa  disciplina  tan  difícil  de  sostener,  más  aún  si  recordamos  sus  quebrantos de salud, es un buen ejemplo a seguir. Yo no soy tan disciplinado, pero para terminar mi primera novela me propuse redactar una página diaria. Como no siempre logro hacerlo, llevo un registro en el que apunto las páginas pendientes debido a mis compromisos o al cansancio, de modo que cuando puedo sentarme frente al computador procuro pagar las deudas. Aprendí del autor checo que escribir es una decisión  y  es  fundamental  respetarla,  asumirla  igual  a  un  trabajo,  un  compromiso que se debe cumplir a diario.

 

Lo segundo que aprendí es que no solo se debe trabajar en una novela, un cuento o un ensayo. Se debe hacer siempre y sobre diferentes temas y de variadas formas. Kafka llevó un diario durante casi toda su vida adulta. Hasta el momento nos ha llegado parte de lo que anotó desde  mediados  de  1910  hasta  mediados  de  1923.  En  sus  diarios  se  encuentran  comentarios  a  hechos  sin  importancia,  reflexiones  sobre  situaciones que lo rodearon, variados ejercicios de estilo para encontrar la mejor forma de narrar un hecho, etc. Incluso llevó un diario de viaje.

 

Para Kafka la vida se responde a través de la creación literaria. Escribir fue parte de su alimento cotidiano. Además, no lo hizo para otros, escribía porque sentía el deseo de hacerlo, halló en la creación una forma de vida. En alguna de sus cartas confesó que la escritura era lo más importante para él, que todo lo demás (la familia, el trabajo, la pareja, los  amigos,  etc.)  eran  distracciones  frente  a  su  intención  creativa.  Al  imposibilitársele dejar el trabajo y abandonar a su familia, decidió no formar una propia. A pesar de intentarlo varias veces, siempre terminó por renunciar a dichos propósitos, aunque a partir de sus diarios y epístolas se podría definir como un enamoradizo compulsivo. Construyó, entonces, una definición de pareja de las que tomó las enormes contribuciones que le hacían a la literatura gracias a las terribles tensiones que generaban en el mundo de las ideas y de los sentimientos. 

 

También hizo de sí un escritor nocturno, cuando en su casa dejaban de existir los ruidos familiares:

Por  la  noche,  a  las  once  y  media.  Tengo  claro  por  encima  de  todo  que  estoy sencillamente perdido mientras no me libere de la oficina; se trata únicamente, mientras sea posible, de mantener la cabeza lo bastante alta para no ahogarme. La dificultad de eso, las fuerzas que me ha de exigir, se muestran en el simple hecho de que hoy no he observado mi nuevo horario de sentarme al escritorio de ocho a once de la noche, de que incluso en este momento no me parece eso una desdicha tan grande, de que he escrito apresuradamente estas pocas líneas solo para poder irme a la cama.

 

Tras leer la cita me parecen ridículas las múltiples excusas que me he  inventado  para  justificar  el  no  sentarme  frente  a  la  pantalla  a  escribir. Que el trabajo, que la vida social, que los compromisos, que el cansancio, etc., pierden valor cuando veo, gracias a Kafka, que todo lo demás no importa, que lo fundamental es escribir cada día, con tanto empeño que sean necesarias algunas líneas antes de ir a la cama.

 

En algún momento de mi vida tuve que preguntarme si mi propósito de escribir era más grande que el resto de mis convicciones; con el correr de los años la respuesta positiva se afirma con mayor decisión, entonces  he  asumido  mi  vida  laboral  como  el  precio  que  debo  pagar  para tener un techo donde vivir con mi hijo y mi pareja, y así crear con tranquilidad; la familia, por su parte, también ha padecido mi ausencia, por ello no me he escapado de alguno que otro reproche de mis padres y mi hermana.

 

Hasta aquí he hablado de las influencias externas a la creación literaria, aunque sus mayores enseñanzas son las que aplico para escribir narrativa. Lo primero, son sus narradores. Kafka creó varios de los mejores  narradores  en  tercera  persona  de  la  historia  de  la  literatura.  La gran mayoría de sus obras están narradas desde una voz externa al personaje,  pero  con  tanto  conocimiento  de  los  sucesos  a  los  que  este  se enfrenta que el lector siente sus pensamientos. No los lee, los siente. Recordemos  que  el  narrador  en  tercera  persona  con  un  conocimiento omnisciente era el predilecto de los autores hasta casi la mitad del siglo xx. No es Kafka su inventor, pero sí uno de los que mejor supo revista aprovechar las ventajas de esta forma de narrar. El narrador en tercera persona permite un dominio de los hechos tan profundo que es tal vez el personaje, sin serlo, más importante de la obra. Si este narrador falla, el lector se pierde. Muy diferente al narrador en primera persona que permite dar rienda libre a la subjetividad del ser humano. El narrador en  tercera  persona  es  un  total  dominador,  y  en  el  caso  de  Kafka  fue  su mayor aliado al momento de crear. Por ello, cuando decido que un cuento o el inicio de una novela sean en tercera persona, recurro a la relectura de El proceso o El desaparecido. Sé que allí encontraré un claro ejemplo de cómo hacerlo mejor de lo que haría sin esa lectura.

 

De esta manera he llegado al mayor aporte del autor checo: la narración puede dedicarse a todo tipo de hechos, incluso a aquellos que serían juzgados por fantásticos, y que Kafka hace parecer como la situación más cotidiana de la vida. Es decir, Kafka hace de lo extraordinario algo natural, sin artificios, y te mete en la situación del personaje sin  que  el  lector  se  pregunte  si  lo  que  está  leyendo  podría  ocurrir  de  verdad, porque es tan apabullante la narración que sería tonto hacerse esa pregunta. Durante la lectura de La metamorfosis —La transformación, título  que  algunos  proponen  hoy  en  día—  jamás  me  detuve  a  cuestionar si sería posible que una mañana me despertara convertido en insecto. La forma de presentar la situación que vive Gregor Samsa es igual de verosímil que una fila en un banco o una cena familiar. A cualquiera podría pasarle. Ahí está, a mi modo de ver, uno de los aprendizajes más grandes que puede tener un escritor.

 

Kafka nos recuerda que la escritura es cuestión de atrapar al lector, porque quien lee espera que la narración lo controle y lo saque de su cotidianidad por los minutos que está inmerso en la lectura. Si Kafka hubiera dado charlas sobre creación literaria, si en su vida hubiera alcanzado la fama que obtuvo después de la Segunda Guerra Mundial, uno de sus consejos sería: “Cualquier situación que seas capaz de imaginar puede ser narrada, muy bien narrada, siempre y cuando respetes al lector y la hagas verosímil; no debes darle la oportunidad al lector de preguntarse si está frente a un acontecimiento que pudiera pasarle a él, domínalo a través de una narración clara, sin adornos excesivos, porque lo fundamental es que el narrador transmita la angustia del personaje, no que diga que está angustiado”. O al menos es lo que imagino que dice cuando lo leo.

 

El  lector  atento  sufre  la  angustia  de  Gregor  Samsa,  la  de  Karl  Rossmann, la de K., la de Joseph K. y la de tantos personajes que Kafka sabe colocar en situaciones en las que, en lugar de decir, muestra. Esa enseñanza del narrador checo, al ser la esencial, la que ayuda de verdad a  escribir  mejor,  la  convierte  en  la  más  difícil  de  aprender.  Porque  no  es  siguiendo  una  fórmula  ni  imitando  a  Kafka  que  se  aprende,  es  escribiendo  hasta  hallar  la  voz  propia,  la  poética  personal,  que  se  encuentra  solo  gracias  al  ejercicio  constante  de  narrar.  Escribir  sin  la  esperanza  de  publicar,  sin  el  deseo  de  que  otros  te  lean,  concentrado  solo en la narración, en crear un mundo literario propio.

 

Con  esto  llego  al  último  aprendizaje.  Aclaro  que  los  enumerados  hasta aquí no son los únicos. Otros con interés en aprender de él, seguro  encontrarán  muchos  más.  Para  mí,  hasta  este  momento  de  mis  lecturas, estos son las principales. Dejé para el final uno que es tanto o  más  difícil  que  el  anterior.  Este  hombre  escribió  lo  suficiente  para  generar un cambio en la literatura universal, pero en vida publicó poco. En vida no agotó los 250 ejemplares de La metamorfosis, y su propuesta estética  no  despertó  gran  interés  en  los  editores.  No  obstante,  Kafka  continuó creando. Como fuera que haya ocurrido, es de conocimiento general que al final de su vida solicitó que sus textos fueran quemados, como el lector que fue, seguro había formado un criterio sólido sobre lo que es la buena literatura, y dudo mucho que no lograra ver en su obra la calidad con que había sido creada. Aún así siempre fue el mayor crítico de sus textos, pero muchos autores también lo son y aún así saben que la mejor forma de dejar un texto atrás es publicarlo. ¿Por qué continuar trabajando si sus textos no recibían la aceptación que desea entre editores, críticos y escritores? Y si estaba tan interesado en que su obra fuera quemada, ¿por qué no lo hizo él mismo?

 

Estas cuestiones no tienen respuesta, cualquiera que diga ahora será un supuesto sin fundamento. Solo él, solo Kafka mismo sabría las respuestas. No obstante, de esa anécdota he decidido aprender algo más: el  ego  del  escritor  no  importa,  lo  importante  es  su  obra.  Y  esta  obra  puede  ser  mejorada,  se  puede  seguir  creando  así  no  se  publique.  Así  las  editoriales  rechacen  lo  que  les  envías,  no  ganes  concursos  ni  seas  reconocido por tu trabajo. El escritor verdadero escribe porque necesita hacerlo para vivir, no para cobrar dinero ni obtener reconocimiento, lo hace para darle sentido a su existencia. Dejando  el  ego  a  un  lado,  tal  como  lo  hizo  Kafka,  será  posible  concentrarse  más  en  el  trabajo  diario  sin  ser  afectado  por  el  mundo  de  afuera,  el  que  no  pertenece  a  la  literatura.  La  humildad  frente  a  lo  creado.  Pero  no  humildad  sumisa,  sino  crítica.  No  todo  lo  que  se  escribe debe publicarse. Por eso al hablar de Max Brod siento siempre sentimientos encontrados. Como mejor amigo de Kafka debió respetar su  deseo  y  quemar  sus  obras,  pero  si  lo  hubiera  hecho  no  habríamos  conocido esta obra trascendental y yo no hubiera aprendido lo que hoy les he contado. Así que tampoco habría escrito esto, ni ustedes estarían leyéndolo.  De  alguna  manera,  ese  deseo  no  cumplido,  ese  irrespeto  del  amigo,  es  un  ejemplo  más  de  lo  que  hemos  aprendido  a  llamar  kafkiano.

REF: revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 341 PUBLICADO: 2020-12-01

https://revistas.udea.edu.co/index.php/revistaudea/article/view/344640/20804225?fbclid=IwAR2XX9k5JC7jpPWGwPAaP3bOZtEHLw7Ip6KxylHjDoPBIdBihjqleZBUX6c


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