LO QUE APRENDÍ DE KAFKA
CARLOS AGUDELO MONTOYA
Magíster en Literatura Universidad
de Antioquia,
revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 341 PUBLICADO: 2020-12-01
LO QUE
APRENDÍ DE KAFKA
CARLOS
AGUDELO MONTOYA Magíster en Literatura Universidad de Antioquia,
revista
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 341 PUBLICADO: 2020-12-01
Hay una
mutación que los lectores enfrentan cuando deciden escribir: dejar de leer solo
por gusto, de manera desprevenida, para hacerlo como escritor. Quien escribe constantemente, lee
no solo para el goce o en momentos de ocio; se inmiscuye en la vida del otro
para conocer todo lo que le sea posible, desde sus pensamientos más íntimos
hasta la forma en la que lleva la vida literaria. Entre los diferentes
autores que he leído, como escritor, está Kafka que, si bien es uno de los
autores de los que más se habla, no debemos dejar de hacerlo, aunque en ocasiones
caigamos en el cliché.
Lo
primero que aprendí de Kafka: la escritura es una vocación. Por circunstancias de su vida no
era posible dedicarle todo el tiempo a la literatura. Después
de doctorarse en
leyes, laboró entre
1908 y 1922
en el Instituto de Seguros para Accidentes de Trabajo, y solo dejó de
hacerlo cuando la enfermedad se lo impidió. A pesar de cumplir una
responsabilidad que le consumía la vida diurna y en ocasiones lo obligaba a
viajar, logró construir una rutina de escritura. Aquellos que hayan
trabajado viajando, saben que con el tiempo el cuerpo comienza a mostrar
cansancio, se pierden la concentración y las energías para hacer algo diferente
a la vida laboral. Kafka logró sobreponerse a esto y cada noche se sentaba
frente al papel. Así nos cuenta en su diario: “Las diez, 15 de noviembre de
1910. No dejaré que me asalte el cansancio. Penetraré de un salto en mi
narración, aunque me llene la cara de cortes”.
Esa disciplina
tan difícil de
sostener, más aún
si recordamos sus
quebrantos de salud, es un buen ejemplo a seguir. Yo no soy tan disciplinado, pero
para terminar mi primera novela me propuse redactar una página diaria. Como no
siempre logro hacerlo, llevo un registro en el que apunto las páginas
pendientes debido a mis compromisos o al cansancio, de modo que cuando puedo
sentarme frente al computador procuro pagar las deudas. Aprendí del autor checo
que escribir es una decisión y es
fundamental respetarla, asumirla
igual a un
trabajo, un compromiso que se debe cumplir a diario.
Lo
segundo que aprendí es que no solo se debe trabajar en una novela, un cuento o
un ensayo. Se debe hacer siempre y sobre diferentes temas y de variadas formas. Kafka llevó un diario durante casi
toda su vida adulta. Hasta el momento nos ha llegado parte de lo que anotó
desde mediados de
1910 hasta mediados
de 1923. En
sus diarios se
encuentran comentarios a
hechos sin importancia,
reflexiones sobre situaciones que lo rodearon, variados
ejercicios de estilo para encontrar la mejor forma de narrar un hecho, etc.
Incluso llevó un diario de viaje.
Para
Kafka la vida se responde a través de la creación literaria. Escribir fue parte de su alimento
cotidiano. Además, no lo hizo para otros, escribía porque sentía el deseo de
hacerlo, halló en la creación una forma de vida. En alguna de sus cartas
confesó que la escritura era lo más importante para él, que todo lo demás (la
familia, el trabajo, la pareja, los
amigos, etc.) eran
distracciones frente a
su intención creativa.
Al imposibilitársele dejar el
trabajo y abandonar a su familia, decidió no formar una propia. A pesar de
intentarlo varias veces, siempre terminó por renunciar a dichos propósitos,
aunque a partir de sus diarios y epístolas se podría definir como un
enamoradizo compulsivo. Construyó, entonces, una definición de pareja de las
que tomó las enormes contribuciones que le hacían a la literatura gracias a las
terribles tensiones que generaban en el mundo de las ideas y de los
sentimientos.
También hizo
de sí un escritor nocturno, cuando en su casa dejaban de existir los ruidos
familiares:
Por la
noche, a las
once y media.
Tengo claro por
encima de todo
que estoy sencillamente perdido
mientras no me libere de la oficina; se trata únicamente, mientras sea posible,
de mantener la cabeza lo bastante alta para no ahogarme. La dificultad de eso,
las fuerzas que me ha de exigir, se muestran en el simple hecho de que hoy no
he observado mi nuevo horario de sentarme al escritorio de ocho a once de la
noche, de que incluso en este momento no me parece eso una desdicha tan grande,
de que he escrito apresuradamente estas pocas líneas solo para poder irme a la
cama.
Tras leer la
cita me parecen ridículas las múltiples excusas que me he inventado
para justificar el
no sentarme frente
a la pantalla
a escribir. Que el trabajo, que
la vida social, que los compromisos, que el cansancio, etc., pierden valor
cuando veo, gracias a Kafka, que todo lo demás no importa, que lo
fundamental es escribir cada día, con tanto empeño que sean necesarias algunas
líneas antes de ir a la cama.
En algún
momento de mi vida tuve que preguntarme si mi propósito de escribir era más
grande que el resto de mis convicciones; con el correr de los años la respuesta
positiva se afirma con mayor decisión, entonces
he asumido mi
vida laboral como
el precio que
debo pagar para tener un techo donde vivir con mi hijo y
mi pareja, y así crear con tranquilidad; la familia, por su parte, también ha
padecido mi ausencia, por ello no me he escapado de alguno que otro reproche de
mis padres y mi hermana.
Hasta aquí
he hablado de las influencias externas a la creación literaria, aunque sus
mayores enseñanzas son las que aplico para escribir narrativa. Lo primero, son
sus narradores. Kafka creó varios de los mejores narradores
en tercera persona
de la historia
de la literatura.
La gran mayoría de sus obras están narradas desde una voz externa al
personaje, pero con
tanto conocimiento de
los sucesos a
los que este
se enfrenta que el lector siente sus pensamientos. No los lee, los
siente. Recordemos que el
narrador en tercera
persona con un
conocimiento omnisciente era el predilecto de los autores hasta casi la
mitad del siglo xx. No es Kafka su inventor, pero sí uno de los que mejor supo
revista aprovechar las ventajas de esta forma de narrar. El narrador en
tercera persona permite un dominio de los hechos tan profundo que es tal vez el
personaje, sin serlo, más importante de la obra. Si este narrador falla, el
lector se pierde. Muy diferente al narrador en primera persona que permite dar
rienda libre a la subjetividad del ser humano. El narrador en tercera
persona es un
total dominador, y
en el caso
de Kafka fue su
mayor aliado al momento de crear. Por ello, cuando decido que un cuento o
el inicio de una novela sean en tercera persona, recurro a la relectura de El
proceso o El desaparecido. Sé que allí encontraré un claro ejemplo de cómo
hacerlo mejor de lo que haría sin esa lectura.
De esta
manera he llegado al mayor aporte del autor checo: la narración puede
dedicarse a todo tipo de hechos, incluso a aquellos que serían juzgados por
fantásticos, y que Kafka hace parecer como la situación más cotidiana de la
vida. Es decir, Kafka hace de lo extraordinario algo natural, sin
artificios, y te mete en la situación del personaje sin que
el lector se
pregunte si lo
que está leyendo
podría ocurrir de
verdad, porque es tan apabullante la narración que sería tonto hacerse
esa pregunta. Durante la lectura de La metamorfosis —La transformación, título que
algunos proponen hoy en día—
jamás me detuve
a cuestionar si sería posible que
una mañana me despertara convertido en insecto. La forma de presentar la
situación que vive Gregor Samsa es igual de verosímil que una fila en un banco
o una cena familiar. A cualquiera podría pasarle. Ahí está, a mi modo de ver,
uno de los aprendizajes más grandes que puede tener un escritor.
Kafka nos
recuerda que la escritura es cuestión de atrapar al lector, porque quien lee
espera que la narración lo controle y lo saque de su cotidianidad por los
minutos que está inmerso en la lectura. Si Kafka hubiera dado charlas sobre creación literaria, si
en su vida hubiera alcanzado la fama que obtuvo después de la Segunda Guerra
Mundial, uno de sus consejos sería: “Cualquier situación que seas capaz de imaginar
puede ser narrada, muy bien narrada, siempre y cuando respetes al lector y la
hagas verosímil; no debes darle la oportunidad al lector de preguntarse si está
frente a un acontecimiento que pudiera pasarle a él, domínalo a través de una
narración clara, sin adornos excesivos, porque lo fundamental es que el
narrador transmita la angustia del personaje, no que diga que está angustiado”.
O al menos es lo que imagino que dice cuando lo leo.
El lector
atento sufre la
angustia de Gregor
Samsa, la de
Karl Rossmann, la de K., la de
Joseph K. y la de tantos personajes que Kafka sabe colocar en situaciones en
las que, en lugar de decir, muestra. Esa enseñanza del narrador checo, al ser
la esencial, la que ayuda de verdad a
escribir mejor, la
convierte en la más difícil
de aprender. Porque
no es siguiendo
una fórmula ni
imitando a Kafka
que se aprende,
es escribiendo hasta
hallar la voz
propia, la poética
personal, que se
encuentra solo gracias
al ejercicio constante
de narrar. Escribir
sin la esperanza
de publicar, sin
el deseo de
que otros te
lean, concentrado solo en la narración, en crear un mundo
literario propio.
Con esto
llego al último
aprendizaje. Aclaro que
los enumerados hasta aquí no son los únicos. Otros con
interés en aprender de él, seguro
encontrarán muchos más.
Para mí, hasta
este momento de
mis lecturas, estos son las
principales. Dejé para el final uno que es tanto o más
difícil que el
anterior. Este hombre
escribió lo suficiente
para generar un cambio en la
literatura universal, pero en vida publicó poco. En vida no agotó los 250
ejemplares de La metamorfosis, y su propuesta estética no
despertó gran interés
en los editores.
No obstante, Kafka
continuó creando. Como fuera que haya ocurrido, es de conocimiento
general que al final de su vida solicitó que sus textos fueran quemados, como
el lector que fue, seguro había formado un criterio sólido sobre lo que es la
buena literatura, y dudo mucho que no lograra ver en su obra la calidad con que
había sido creada. Aún así siempre fue el mayor crítico de sus textos, pero
muchos autores también lo son y aún así saben que la mejor forma de dejar un
texto atrás es publicarlo. ¿Por qué continuar trabajando si sus textos no
recibían la aceptación que desea entre editores, críticos y escritores? Y si
estaba tan interesado en que su obra fuera quemada, ¿por qué no lo hizo él
mismo?
Estas
cuestiones no tienen respuesta, cualquiera que diga ahora será un supuesto sin
fundamento. Solo él, solo Kafka mismo sabría las respuestas. No obstante, de
esa anécdota he decidido aprender algo más: el ego
del escritor no
importa, lo importante
es su obra.
Y esta obra
puede ser mejorada,
se puede seguir
creando así no
se publique. Así
las editoriales rechacen
lo que les
envías, no ganes
concursos ni seas
reconocido por tu trabajo. El escritor verdadero escribe porque
necesita hacerlo para vivir, no para cobrar dinero ni obtener reconocimiento,
lo hace para darle sentido a su existencia. Dejando el
ego a un
lado, tal como
lo hizo Kafka,
será posible concentrarse
más en el
trabajo diario sin
ser afectado por
el mundo de
afuera, el que
no pertenece a la literatura. La
humildad frente a
lo creado. Pero
no humildad sumisa,
sino crítica. No
todo lo que
se escribe debe publicarse.
Por eso al hablar de Max Brod siento siempre sentimientos encontrados. Como
mejor amigo de Kafka debió respetar su
deseo y quemar
sus obras, pero
si lo hubiera
hecho no habríamos
conocido esta obra trascendental y yo no hubiera aprendido lo que hoy
les he contado. Así que tampoco habría escrito esto, ni ustedes estarían
leyéndolo. De alguna
manera, ese deseo no cumplido,
ese irrespeto del
amigo, es un
ejemplo más de
lo que hemos
aprendido a llamar
kafkiano.
REF: revista
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 341 PUBLICADO: 2020-12-01
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