La proliferación de talleres provoca una pregunta clave: ¿cómo se escriben y corrigen una novela o un cuento? Reflexiones sobre dos géneros siempre ávidos de renovarse.
Autor:
REVISTA Ñ
La primera obviedad es una paradoja: escribir es aprender a
corregir, desde luego, pero en ese trance de corregirse un autor entra consigo
mismo en relaciones contractuales que no controla y lo subyugan. Por eso, por
conveniencia, no sirve olvidar que repetidas veces lo mejor de sí es lo involuntario,
lo accidental, la clase de frase que no sabe de dónde llega –suelen tener
parecido ritmo y tono– y que con suerte va conformando una familia que
circunscribe la particularidad de su estilo.
Lo cierto es que cuando mejor se piensa es cuando se borra.
No sin antes poner a prueba, de los modos más diversos, algún defecto
insistente, con el fin de usufructuar el secreto de su doblez. Parece absurdo,
pero iguales errores generan ideas distintas (y errores distintos pueden
derivar en idénticas ideas).
Pueden presentarse debilidades extraordinarias en una
oración. Y al revisar es fructífero aproximarse con la idea –no muy
desacertada– de que cada oración que se ha escrito contiene una equivocación.
Es factible que esa sola hipótesis origine más de una enmienda. O desde otro
ángulo: cada oración esconde una omisión, es decir una oportunidad, al menos
una, sobre todo cuando se corrige a mano, en papel. (Tachando, un escritor
puede llegar a sentirse el novelista perfecto).
Una variante de lo extraño en literatura es la relación con
el trabajo propio. Acaso la tarea de un escritor consista en convertir ese
enigma que es para él su obra en un enigma para otro, con la intervención justa
de su voluntad. En el camino se dan sorpresas: de pronto un texto se olvida de
lo que venía siendo y sobrevienen hallazgos.
Aconsejable es confiar –como en poesía– en los lances del
montaje, en los asombros que deparan las contigüidades fortuitas. El problema
de una frase no es (sólo) su resolución, sino su ubicación. El salto es otra
forma de transición, más arriesgada, invariablemente fecunda. Y es dable creer
que lo elíptico –por sí solo– vuelve a un texto más interesante, y que si se
domina el arte de la transición se lo domina casi todo.
Se aprende a escribir ficción en la medida que se aprende a
sacrificar. Como es imposible e inútil contarlo todo, un relato concede lagunas
que lo nutren forzosamente. Otra obviedad insuficientemente subrayada: si no se
saben conjugar todos los tiempos verbales transitables no puede accederse a
ciertas venas y vías de la memoria.
La línea entre lo apenas escrito y lo bien escrito, y entre
éste y lo muy bien escrito, es muy delgada, comparable a grandes rasgos al
momento en que un especialista, frente a dos cuadros abstractos, califica de
excelente a uno y al otro de mediocridad.
Es saludable, mientras tanto, resignarse al alivio de saber
que nunca podrá escribirse un libro impoluto, tener asumido que cada uno se
ridiculiza de acuerdo con sus propias capacidades. Cada escritor elige sus
propios excesos (y apuesta a su poder de persuasión). Encaminarse hacia la
perfección y la imperfección simultáneamente no son sendas contradictorias. La
tutelada arbitrariedad de lo que se cuenta va creando su propia credibilidad y
autoridad. Otra manera de decir que cada estilo impone su propia verosimilitud
(o fracasa en el intento).
Antes que nada, un factor indispensable: la disposición (en
sus callados y múltiples usos y sentidos). Una vez conquistada esa cima, el
repertorio de trucos es variado y el mago debe esconder la mano. Una vez
embarcados, en ciertos casos es mejor preservar al narrador replegándolo
ligeramente; que no se lo note excesivamente consciente de la obra en curso. Es
como si se propusiera un acertijo que es un ejercicio: de qué modo consigue un
escritor permanecer inaccesible en su novela. Sin ignorar que entre narrador y
protagonista se produce un carteo, un intercambio clandestino que establece una
reticencia, unas reglas y límites que sería riesgoso trasponer.
El personaje sí debería ser consciente de sí mismo, y
reaccionar en consecuencia. Piensa todo el tiempo, digamos, no sólo cuando el
escritor decide que reaccione. A diferencia del autor, nunca se ausenta de su
libro. Lo mínimo –el acto casi imperceptible– es a todas luces lo más creíble,
y resulta lo más difícil de consignar. Cuanto menos parezca que algo va a
suceder, más atento hay que estar –durante la escritura– a los pequeños
acontecimientos admisibles. Y en igual medida a los sonidos que hace un
personaje o incluso a sus esfuerzos por pasar desapercibido.
Retratar a alguien solo en una habitación es una de las
grandes pruebas: crear interés limitándose a acciones simples, levemente
misteriosas, eludiendo descripciones ostentosamente líricas para que no parezca
que el escritor se niega a salir de cuadro. Este tiene vedado explicarle al
lector su pudor hacia tal o cual personaje, o los pudores de un personaje hacia
otro. Esos márgenes de silencio crean una reserva, y se capta o no, como frente
a una pintura. Es sabido, de paso, que un buen personaje disimula las fallas de
una novela y cualquier lector puede corroborar que una criatura se vuelve más
cautivante cuando idealiza puntillosamente a otra.
Atribuyéndole a un sujeto una impresión, el narrador se
permite poner en juego o en escena un defecto que presiente en la novela, con
el fin de diluirla: “Ciertamente, a Satz le resultó inverosímil que pudiera
ocurrir semejante cosa...”. Siempre acatando el dogma laico de la sucesión: una
cosa a la vez.
Intuiciones exóticas en un personaje siempre son útiles,
sugerentes, y la figura excéntrica funciona como un rentable comodín. No hace
falta, mientras tanto, que un personaje hable mucho con otro para que se
instaure una relación intensa. En cualquier caso, es práctico escribir un diálogo
como empezado, como si el testigo (la cámara) hubiera llegado apenas tarde.
Por su parte, la entrada, desplazamiento y salida de
protagonistas puede aprenderse tomando debida nota, por ejemplo, del cine de
Jacques Tati, maestro mayor de obras coreográficas. Es el detalle de un detalle
lo que hace avanzar una narración y lo que a un instante puede volverlo
memorable. Si se apuesta por el detalle es más difícil equivocarse y sólo con
más particularidades puede incorporarse a un relato lo que no tiene (lo que lo
hará, con suerte, único).
Un matiz elimina la gratuidad –de una escena– y aquí uno se
adentra en terreno pantanoso: lo delicadamente gratuito versus lo vacuamente
virtuoso. ¿La peluca de qué juez dictamina lo que pertenece a un libro o no, de
un lado lo imprescindible y del otro lo presuntamente accesorio? La captura de
misterio –máximo trofeo codiciado– es, por su parte, un acertijo en sí mismo.
Un narrador a veces provoca desconcierto para obtener cierta
fuerza. Y en más oportunidades de las que se cree, es preferible confiar en lo
que uno no comprende de lo que ha escrito. En ese terreno, llegado un momento
de su relato, un autor puede descontrolarlo intencionadamente, arriesga echar
todo a perder porque intuye que sólo violentándola podrá aparecer lo mejor de
la obra. Maravillosos prosistas –la poesía es otra historia– han escrito como
si no hubieran entendido cuál era la consigna inicial, o la hubieran
desobedecido paciente y sigilosamente.
En ocasiones funciona una astucia de artista conceptual:
basta que el cuento se interrumpa un párrafo antes –se elimine el último párrafo
del primer borrador– y el texto mejora de manera considerable. Conviene y no
–según lo insinúe cada caso– dejarse tentar por los finales aparentes. Como
sea, claramente cada narración es un modelo de procesos de percepción y hay
verdades –a nivel técnico– que se aplican a un solo libro y a ningún otro. Por
no hablar de ese escrupuloso milagro tan fácil de olvidar: la puntuación (la
carta robada de la literatura).
En la escritura siempre se está donde decía Leibniz sobre el
estado de las cosas, en el mejor de los mundos posibles. Uno no puede redactar
o corregir mejor de lo que lo hace en cada momento. Es una ley que buscan
incumplir los que no se conforman con redactar una novela sólo legible o un
cuento convencional, los que persiguen cada vez una forma que inaugure su
propio dibujo.
Excelente expodición, clara y muy valiosa para una aprendiz de escritora como yo. Gracias! Seguiré su página
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